A lo largo de la historia siempre ha habido fanáticos iconoclastas pero, hoy en día, el derribo de estatuas se ha vuelto algo compulsivo. Bastan unas nociones demagógicas del pasado –abundan los cursos de «Aprenda historia universal en cinco minutos»—, para tornarse un intolerante patológico en busca de revancha histórica.
Es la característica esencial, junto al mal humor y peor vino, de esos que se muestran perpetuamente ofendidos y desean borrar las huellas del pasado. Los tristes cabestros no quieren darse cuenta que son manipulados (la tensión interesa a los cainitas de siempre, ya sean neo-marxistas, neo-puritanos o neo-abstemios) y salen en estampida a derribar los ídolos antiguos, de Cristóbal Colón a Gandhi, de Churchill a Fray Junípero Serra.
El autor de La Caída del Imperio Romano, Edgard Gibbon, definía a la Historia como el registro de los crímenes, locuras e infortunio de la humanidad. Pero hay que conocerla para aprender de los errores, pues el pasado no puede cambiarse; tampoco ser valorado exclusivamente con criterios de actualidad. El revisionismo histórico, si quiere hacer justicia, debe tener en cuenta las diferentes épocas.
Pero, vistos los tiempos iconoclastas que vivimos, solo sobrevivirán el arte abstracto, las estatuas de Mickey Mouse o unos inofensivos camellos deambulando por el desierto; o tal vez se imponga el sunnyata, el culto al vacío como gozo eterno que se da en extremo oriente. (También regresa la censura: el arte debe tener mensaje políticamente correcto y la literatura actuar como propaganda. ¿Lo que el viento se llevó? El criterio personal).
Ahora bien, puestos a destruir, los airados manifestantes podrían empezar por los espantos escultóricos que decoran tantas rotondas.