Es conocida la capacidad de Ibiza de pasar de la nada al todo en apenas diez días. De la calma al agobio en un abrir y cerrar de ojos. Tras un verano pasado muy duro marcado por el coronavirus la vuelta a la normalidad de años atrás ya está aquí con nosotros. Mi compañero Paco, uno de los mejores periodistas que he conocido en materia de sucesos, empieza a no dar a basto y eso no es buena señal.
Cuando empieza a trabajar sin descanso y casi 24 horas es que algo no funciona. Ya tenemos los mismos accidentes de tráfico de antes de la pandemia, los mismos precipitados por los acantilados, los primeros tiroteos, las primeras fiestas ilegales, los primeros casos de drogas y desgraciadamente los primeros fallecidos. Y por supuesto muchos turistas, demasiados, triplicando o cuatriplicando la tasa de alcohol permitida haciendo lo que les da la gana por nuestras carreteras, nuestras playas o nuestras terrazas sin importarles lo más mínimo estar en una isla que, les guste o no, tiene leyes, regulación y pertenece al primer mundo. Y junto a ellos también han regresado los conductores desesperados en atascos interminables, las luces largas para que te quites de tu carril, los gritos, los insultos y las peinetas cuando pasan a tu lado, y las rotondas cogidas por dentro, poniendo en grave peligro la salud del resto.
Pensé que la pandemia nos dejaría alguna lección sobre una isla que antes de todo iba camino de explotar. Que la cosa mejoraría, que seríamos más sostenibles y que intentaríamos controlar un tipo de turismo que creo que no nos beneficia como imagen de destino de calidad. Ha pasado un año, hemos perdido muchas cosas y los expertos dicen que la sociedad ha cambiado para siempre, pero a mí me parece que en Ibiza todo sigue igual que antes de una pandemia mundial. Y es que por no verse ya casi no se ven mascarillas entre nuestros turistas. Una pena. Volvemos a lo de siempre.