El desierto del Sáhara sobrevuela las Pitiusas y descarga aromas de caravana de camellos de Tombuctú. ¿Qué hacer para ponerse a tono? Corro al jardín donde ha llovido tierra y corto unas hojas de menta capaces de perfumar el dulce baño de una hurí del paraíso. El agua ya está hirviendo y preparo un té como el que fortalecía a ese nadador del desierto que era el conde Almasy. Está rico, pero no basta para calmar el ardor de la decadente cultura fáustica y occidental que corre por mis venas.
Así que echo mano a la botella de ron cubano, un dorado Santiago como el que beben las sensuales hijas de Ochúm, y preparo un mojito fabuloso que me despoja de las telarañas del pantano intelectual en que estaba despeñándome, un elixir que regenera mi corazón tras tantos hachazos de tantas coquetas inmisericordes, un trago que me invita a reír cínicamente sobre los desmanes de la atroz secta política que inventa másteres en sus ridículums mientras desgobierna con cainita sectarismo, con un presidente íbero que es ridículo narciso y acosa al new césar del imperio yanqui con una desvergüenza mayor que cualquiera que se venda en una calle caliente o un malecón salado.
El polvo volante del Sáhara continúa suspendido sobre las Pitiusas a la espera de una fuerte Tramontana que cuando besa, besa de verdad. Todo irá más o menos bien mientras la menta no se agote, pues somos criaturas climáticas aspirando al clímax de los sentidos.
Decía el mago Gabo que nacemos con los polvos contados. Pero si burlamos la aritmética y el afán de fardar, nos daremos cuenta que los polvos, como las perdices, no se cuentan. El polvo enamorado, o sea.