Últimamente he cogido la costumbre de ir por las mañanas antes de trabajar a darme un baño en la playa de Talamanca. Me acerco hasta allí, aparco con tranquilidad y en la zona donde hay baños y duchas, me meto en el agua y hago una serie de estiramientos y ejercicios disfrutando del agua trasparente junto a peces que nadan entre mis piernas. Normalmente no me encuentro con nadie salvo por un héroe anónimo que no deja de impresionarme.
Cuando suelo llegar ya veo su silla aparcada discretamente junto a la pasarela de madera que da acceso al agua y cuando yo entro con la agilidad que siempre me ha caracterizado él ya está nadando. De un lado a otro, incansable, infatigable y con mucho estilo. Después, mientras yo me seco con mi toalla e intento no llenarme de arena con escasa elegancia él sale del mar, se sube a su silla y se dirige sin ayuda hasta las duchas. Allí, se sienta, aprovecha que son adaptadas, se quita la sal del mar y luego acude a cambiarse. Y sale al poco tiempo como si nada, elegante y orgulloso.
Una historia que podría ser normal, como la de ustedes o como la mía, sino fuera porque él va en silla de ruedas. No es un discapacitado como he oído tantas y tantas veces sino una persona con otras capacidades muy distintas a las nuestras. Y si no prueben ustedes a hacer todo lo que este hombre hace sin ayuda. Yo confieso que me costaría mucho y, seguramente, conociéndome, tal vez me acabaría dando por vencido y hundiéndome. Sin embargo, él me da diariamente una lección de vida, dejándome con la boca abierta y demostrándome que es un ejemplo. Nunca me he atrevido a preguntarle su nombre porque tengo la sensación que él ve como normal lo que yo entiendo como extraordinario.
Por ello, hoy he decidido escribirle unas líneas para agradecerle que me haya enseñado que otro mundo es posible.