Resulta que cada cuatro años, cinco en este caso, ocurre un fenómeno sin igual. Parece que el tiempo se detiene y se entra en una especie de trance en el que el deporte se convierte para muchos en lo más importante. No hablo de fútbol, ni de baloncesto, tampoco se trata del tenis. Hablo del deporte en lo más amplio de su palabra. Si algo tienen los Juegos Olímpicos es que hacen que un asturiano viva con intensidad, como si se estuviese jugando casi su vida, la subida por una pared de un chaval extremeño de 18 años. Un joven cuya existencia desconocía hasta hace poco más de un mes. Es magia.
Pero no es solo eso. Por pequeños momentos, nos hacemos expertos en boxeo, sentimos que nos han robado, aunque el 99 % no tengamos ni idea de este deporte. Lo sentimos porque pierde el español y los que sí saben nos dicen que ha sido mejor. También nos decepcionamos cuando nos cuentan que uno de judo se lleva el oro casi seguro y ni siquiera se cuelga el bronce. Lo vemos combatir contra un tipo igual de grande esperando que haga un ippon, pero ¿qué es un ippon? Que toque con la espalda el suelo, te dice tu amigo que se ha hecho experto en cuestión de minutos porque ha visto un par de combates en las rondas clasificatorias. El mérito de ese amigo está en levantarse a las cuatro de la mañana para no perderse esa opción de medalla.
Lo dicho, magia. Pocas horas de sueño para luego ir a trabajar y estar pendiente de si se consiguen esos éxitos o no. Los días van pasando y no entiendes cómo se han escapado esas opciones de metal que te habían dicho que eran casi seguras. Miras el medallero y te da rabia que Italia, Alemania, Francia o Países Bajos vayan tan bien. ¿Cómo puede ser que haya tanta diferencia? Son los Juegos Olímpicos. Ese trance de dos semanas que los amantes del deporte disfrutan como niños. No ha acabado Tokio y ya estamos pensando en París.