Menorca dice que no quiere convertirse en Ibiza y, en cierto modo, acierta. Nuestra isla no tan vecina es un paraíso que ha conseguido algo imposible en el Mediterráneo: equilibro entre turismo, medioambiente y calidad de vida. Aquí ya hemos sacrificado los dos últimos en pro del primero.
Ninguna mente sana puede tragarse el falso mito de que es posible diversificar la actividad económica de tal manera que la industria turística quede relegada a un plano en el que no sea imprescindible. Es un pilar esencial al que no podemos ni debemos renunciar, pero llevamos demasiado tiempo sin saber gestionarlo. No tenemos ni infraestructuras, ni recursos, ni servicios para capear una masificación que ya es cosa del presente y que ha deshojado nuestra calidad de vida como un adolescente enamorado que hace lo propio con una margarita. Nuestra flor se marchita con cada estúpido influencer que viene a mendigar una habitación, una travesía en yate o un plato de comida en el restaurante de moda a cambio de una publicación en sus redes sociales. Poco o nada queda de la autenticidad de la isla que nuestras instituciones falsamente promocionan en ferias turísticas. Aceleramos con los ojos vendados sin saber cómo es la carretera ni hacia dónde nos lleva.
Hemos normalizado que el verano sea una agonía con accidentes mortales a diario, carreteras infestadas, playas desnaturalizadas, recursos hídricos amenazados, sanitarios desbordados, comercios sin personal cualificado.... Es imperativo preguntarnos si podemos seguir avanzando desbocados hacia el abismo o si ha llegado la hora de corregir el rumbo. Se requiere un diagnóstico sincero de nuestra patología que culmine en un pacto social entre administraciones, empresarios y representantes sociales que pueda sanarla.