Comprendo la rebelión ante la dictadura burrócrata, tan hipócrita como poco efectiva. Si durante el confinamiento hispano (el más duro fuera de la muralla comunista china) prohibían incluso algo tan sano como darse un baño en la mar o el sexo espontáneo y liberador entre vecinos de escalera, en este verano sacan pecho porque han prohibido bailar o fumar.
Con tales medidas era de lo más previsible que se disparasen las fiestas ilegales, donde unos pobres diablos pagan hasta cien pavos por beber en aberrantes vasos de plástico y agitarse a ritmo de bakalao electrónico en una sudorosa oscuridad. La fiesta en la que se infiltró Periódico de Ibiza y Formentera y que relata T. P., me confirma aquello que decía el manco de Lepanto: «Cada cual es como Dios lo hizo y aún peor muchas veces». Y a los que cacarean tanta igualdad dictada por el más bajo denominador común, ya Orwell dijo que los hay más iguales que otros.
Pero me asombra a donde ha llegado la vulgar decadencia de algunas mal llamadas fiestas ibicencas (son simple negocio, la negación del ocio) donde los esclavos pagan por entrar a tan cutre redil. Esa sordidez en la que tantos se ahogan nada tiene que ver con la sexy inocencia o libertad antológica que marcaron la isla antes de la invasión serpentina del rebaño clubber. Ibiza siempre ha sido ácrata y muy elegante, aunque eso sorprenda a los modernos sin personalidad que confunden rebeldía con grosero feísmo; y su proverbial tolerancia viene dada por el respeto a los otros mientras no den el coñazo.
Este es un verano de juegos prohibidos, sí, pero para jugar hoy, como siempre, hacen falta imaginación y cierto estilo.