Desde que Tino, la ficha roja de Parchís, perdió el brazo que llevaba apoyado en la ventanilla de su coche durante un accidente de tráfico, jamás aireo mis extremidades cuando voy al volante. De hecho, miro con terror a quienes exhiben sus codos fuera de los turismos y no puedo evitar recordar la fotografía que me enseñó Juan Mestre, cuando era director de este Periódico, en la que podía verse el apéndice cercenado de un joven, tirado en la carretera de Sant Antoni. No soy yo una persona morbosa, de esas que disfrutan viendo imágenes como aquella, pero todavía me turba que no se diese cuenta de lo que le había ocurrido hasta que les paró la policía cuatro kilómetros después. Mestre me contaba la historia con rigor periodístico, explicándome que el chico iba «hasta arriba de todo», mientras que yo no podía dejar de mirar aquella imagen en la que un tatuaje con la palabra «libertad» terminaba de vestir la crónica de macabra.
Si Antonio Escohotado me hablase desde el libro que ha construido con maestría Ricardo F. Colmenero tras conversar con él durante decenas de días y de noches, estoy segura de que iniciaría una disertación sobre cómo el consumo de drogas puede llevar a una persona a desconectar con su cuerpo. Y yo, que envidio sanamente a Ricardo por la luz de su pluma y por la magia de su fina ironía gallega, solo podría responderle que mi inexperiencia con el consumo de cualquier tipo de sustancia es la causa de esta incomprensión manifiesta. Al final detecto que si en algo me parezco a Ricardo no es en el talento escribiendo, sino en el miedo a probar cosas desconocidas y en la cautela que siempre hemos mostrado ambos ante cualquier tipo de peligro.
Hoy, mientras volvía escuchando una entrevista en la radio a los flamantes ganadores del Premio Planeta, he mudado mi sonrisa al observar cómo el vehículo que me precedía mostraba a cada lado de su carrocería varios pies y manos. Mi cerebro se ha puesto en marcha con un ramo de críticas hacia sus ocupantes para, acto seguido, obligarme a frenar en un ejercicio de humildad destinado a huir del enjuiciamiento. Aunque yo considere que por precaución nadie debería convertirse en una nueva ficha roja, la libertad de los demás les permite escoger en qué parte del tablero quieren jugar y cómo. La decisión de comerse una pieza, de saltar de casilla o de mover una u otra es de cada uno y ninguna es mejor o peor, simplemente son distintas y propias. Aprender a jugar en la vida a los 40 años con otras reglas es difícil, pero no imposible.
Madurar es descubrir el placer que da escucharte diciendo frases como «tienes razón» o «estaba equivocada». Es entender qué es la mayéutica de Sócrates en la práctica y pillarle el gustillo. Leer a alguien con quien no compartes ideología, ni pensamientos y asumir que su razonamiento es tan válido como el tuyo para que, en algunos casos, lleguen a hacerte sembrar la duda sobre tus creencias, con el fin de desmontarlas y empezar de nuevo.
Si Ricardo no hubiese escrito Los Penúltimos Días de Escohotado, mis prejuicios hacia el cliché del filósofo mal etiquetado como El gurú de las drogas me hubiesen impedido conocerlo. Así que, por esta carambola del destino, aquí me tienen asimilando que aprender es tener la capacidad de darte cuenta de que lo que creías es erróneo, como uno cuenta y otro viste de letras. Ahora sé que crecer no es solo sumar conocimientos o experiencias y almacenar libros en mi ebook interno, sino mirar el mundo con otros ojos, más redondos, más abiertos y más despiertos.
Madurar es entender que la juventud no está en la edad ni en los cuerpos, sino en las ganas por seguir descubriendo los porqués de las cosas. Se trata de una varita mágica capaz de desentrañar una madeja de vivencias que si tratamos bien no solamente no se rompe, sino que es tan infinita como nuestra comprensión nos permita. Al final tener siempre razón es muy aburrido y se traduce en un monólogo destinado solo a engordar nuestro ego y que deja enclenque nuestra alma. Así que, en este Parchís que es la vida, yo, simplemente, elijo seguir jugando.