Los desesperados que huyen de África en busca de El Dorado europeo han inventado la patera aérea. Escapar en un vuelo comercial resulta más económico y mucho más seguro que jugarse la vida en una barquita cuyo patrón es un pirata berberisco. Además, si alguien simula estar enfermo, el avión estará obligado a tomar tierra en el aeropuerto más cercano. Y allí se da el pistoletazo de salida a la migrante estampida, con el supuesto enfermo corriendo el primero.
Así ha ocurrido en Palma de Mallorca. El avión procedente de Casablanca se dirigía a Estambul, donde no se piden tantos papeles como en la UE. Supongo que en cuanto divisaron es Vedrá empezó a subir el azúcar y un pasajero fingió el coma diabético mientras soñaba con una ensaimada. Tal inventiva para burlar fronteras recuerda a un ardid de las Mil y una Noches.
El inconveniente es que ahora las medidas de seguridad se incrementarán todavía más. Y eso que, en la burrócrática Europa, ya nos tratan como a delincuentes. ¡Y qué decir de las escalas que en teoría no existen en un vuelo directo! Puedo contar alguna escapada. Una fue en Milán, cuando regresaba de Bali. La torre de control estaba en huelga y pretendían hacernos esperar horas enlatados. Así que bajé las escaleras y corrí soñando con tomar un Negroni en el café Bifi. Me detuvieron, pero pude amotinar al resto del pasaje al grito de: «¡Soy su pasajero, no su prisionero!». Volamos a Barcelona al cabo de diez minutos.
Otra fue en Burundi, cuando me dirigía a Ruanda. Sencillamente escapé para fumar un tabaco con unos amables soldados armados con metralletas. Hasta que apareció un iracundo enano mandamás gritando «¡Passports!». Jugué al despiste ibicenco y afortunadamente una azafata me rescató. Debía ser fumadora.