Jesús es especial para mí. No puedo decir más al respecto. Bueno, o quizás sí... Jesús tiene todo lo bueno de una ciudad: supermercados, puestos de lotería, un par de cafeterías, un colegio, e incluso un jardín botánico.
Ayer tuve la oportunidad de disfrutar de una magnífica paella (mixta, como siempre debería ser) y reviví, después de casi dos años, lo que supone soñar despierto. Realmente extrañé residir allí como antaño y puede que me proponga regresar a mis raíces en cuanto sea posible.
El caso, decía, es que Jesús es muy especial para mí. Al palpar su asfalto ayer -repito, al cabo de dos años-, aún los recuerdos permanecían y todos los semáforos me saludaban con sosiego, con cariño, casi con amor podríamos decir. Escribiría todos sus nombres, pero probablemente sería injusto con algunos.
Así pues, sólo diré que pasé por el estanco, por el restaurante mexicano, por la administración de lotería, por la pequeña cafetería donde solía tomarme el zumo y las tostadas un día cualquiera. Di una vuelta de recuerdo por Cap Martinet, donde no encontré, por desgracia, a mi amiga Deborah, a quien confío en volver a ver pronto.
El caso es que, caminando bajo el sol, me preguntaba por qué Jesús, y a cada paso me iba apareciendo la respuesta en mi cabeza. Es Jesús porque es hijo de dios, porque ese lugar es especial, tiene encanto y magia, es una calle que puede llegar a ser el principio y el final del mundo si uno se lo propone. Es como un microcosmos, una mini Manhattan en pequeñito, un espacio que verdaderamente echo de menos. Hoy, después de casi dos años, volví a besar su suelo.
Pero no todo está perdido. Ahora entiendo a Einstein cuando decía que el tiempo es relativo.