Desde hace unos años, ya bastantes, el suicidio es la primera causa de muerte no natural por delante de los accidentes de tráfico. Más del doble. Desde hace unos años, décadas, las cifras de fallecidos en las carreteras han ido reduciéndose gracias a las campañas de concienciación y a la difusión en los medios de las actitudes temerarias al volante. Sin embargo, el suicidio siempre se ha visto como un territorio comanche. Informar de un suicidio estaba prohibido o era motivo de debate aludiendo a argumentos como un posible efecto imitación o «efecto Werther». Eso sí, todo tabú saltaba por los aires si el suicida era un personaje famoso. Ahí quedaron los cadáveres exquisitos de Amy Winehouse o de Kurt Cobain. El líder de Nirvana dejó huérfana a la denominada Generación X.
Las dos estrellas se apagaron cuando tenían 27 años. Y sus casos fueron ampliamente difundidos en páginas y más páginas, así como en minutos de televisión y radio. Presuntamente, no supieron digerir el éxito. Es cierto que las personas que sufren trastornos mentales mueren a causa del suicidio en una proporción mucho mayor que la población en general, pero los factores son múltiples. Las depresiones se han disparado. La pandemia ha hecho estragos en muchas cabezas y el castigo constante en esas escombreras de odio en las que se han convertido las redes sociales puede llegar a ser mortífero.
El lunes a mediodía conocíamos la muerte de Verónica Forqué. Y ya desde el minuto cero se apuntaba a un suicidio. Verónica acababa de salir del programa MasterChef. Y su paso por el exitoso talent show de cocina había estado adobado con crueles comentarios en redes sociales. Los «más sutiles» abogaban por su ingreso en un psiquiátrico. El final era previsible. Vivimos a un ritmo frenético y es más necesario que nunca hablar y escuchar al que tenemos al lado. Más comprensión y menos silencios.