Los caminos del Señor son inescrutables, bien lo sabe el párroco Jaiver Betancourt Murcia, quien hace cinco años llegaba a una parroquia en el norte de la isla con una Fe menguante y con el reto de volver a reconciliar al pueblo con su iglesia. Algunos ilusos desconfiaron de este nuevo pastor que debía guiar a un rebaño perdido por un motivo tan injusto como desafortunado: su nacionalidad. Pero este joven colombiano, llegó pisando fuerte con un estilo proprio que desconcertó tanto como agradó. Probablemente, su vocación de médico sea uno de los motivos por los cuales este padre generoso también se hace cargo de la pastoral sanitaria ofreciendo sus servicios a los pacientes de Can Misses.
Su lenguaje llano, su sonrisa afable, su humildad sincera, su Fe triunfante, su voz imponente y sus poesías resonaban cada domingo en un templo en el que nos congregábamos los feligreses a quienes Jaiver (siempre evitó que le pusieran el Don delante de su nombre) consiguió atraer por su bonhomía y su capacidad para transmitir la palabra de Dios de un modo tan efectivo como apasionado. No se precisan grandes disertaciones filosóficas para explicar el Evangelio (hay foros más adecuados para tal menester que una parroquia de un pueblo), ni tal vez sea lo más inteligente para atraer a una comunidad que vemos como se aleja de Dios paulatinamente, sino que lo más importante es hacerlo con la pobreza y el amor que de Él emanan.
Corren malos tiempos para la Iglesia en una Europa que abandona la Fe y se acerca al vacío porque es «más moderno», nada más lejos de la realidad. Ser católico hoy es lo realmente rompedor porque no es tarea fácil e incluso resulta motivo de burla. A pesar de ello, lejos de achantarnos es nuestro deber levantar la cabeza y salir a transmitir el mensaje de amor y salvación que nos ofrece un Jesucristo al que muchos celebran pero pocos abrazan. Mientras haya un sólo creyente dispuesto a escuchar y a compartir, hay esperanza. Precisamente, este humilde párroco que empezó sus andaduras en Toledo formándose como cura mientras vendimiaba, fue capaz de conseguir que Dios volviera a cobijarse en los corazones de muchos pobres de espíritu cuya Fe titubeaba. Tal vez su pericia con la uva haya conseguido que la vid de la que siempre será su parroquia goce de buena salud y haya sido fructífera.
Leer la Biblia rutinariamente sin entenderla es como besar sin amar. Jaiver consiguió algo tan sencillo y a su vez tan complejo como transmitir la palabra con mayúsculas, sin pretensiones altivas, desde la humildad y con un don naturalmente divino que le había sido otorgado para iluminar allí dónde gobernaba la oscuridad.
El Puig de Missa de Sant Miquel está ubicado en el punto más alto del pueblo, pero este cura supo ponerse la parroquia a cuestas y llevarla a todos los rincones de cada una de las vendas para que todos pudiéramos ser partícipes de ella, independientemente de nuestra clase social, nuestros apellidos o nuestras ideas. A nadie juzgó porque Jaiver bien supo ese cometido corresponde al arcángel patrón del pueblo que con su balanza decide el destino de nuestras almas y con su espada las protege y las defiende cuando el mal acecha.
Es difícil en estos tiempos ser admirado por creyentes y profanos, pero Betancourt consiguió hacerse con la simpatía de aquellos que incluso miraban a Dios con recelo egoísta. Para él la misa no es un mero acto protocolario previo a la comilona del domingo, sino una misión que le hace incluso bajar del altar para acercarnos el mensaje de un Dios que no duerme y así lo hace sentir a todo aquel dispuesto a escucharle.
Ahora el destino le ha devuelto a San Pablo, una parroquia que conoce bien y cuyos feligreses deben sentirse afortunados de contar con un pastor que sabrá enderezar su camino con amor y generosidad. En Sant Miquel nos quedamos algo huérfanos con esta inesperada marcha; su última misa se convirtió en un valle de lágrimas impulsadas en mayor medida por el agradecimiento que por la tristeza.
Por fortuna, monseñor Vicent Ribas ha tenido a bien enviarnos a Don Álvaro para que avance en la tarea evangelizadora iniciada por su predecesor. A él nos encomendamos para que nos guíe en nuestra huida del pecado. No me cabe la menor duda que en su andadura cuenta con los mejores aliados: un grupo de obreros entregados al servicio parroquial cuyo trabajo y esfuerzo se nota en todas las esquinas del templo y en todos los actos religiosos que disponen magistralmente para que la Fe en Sant Miquel sea vivida con la dignidad que ésta merece.
Jaiver nos ha vuelto a unir con Jesús y con la esperanza. Y como en más de una ocasión él mismo recita: lo que ha unido Dios que no lo separe el hombre. En Sant Miquel le despedimos con pesar por su marcha y con alegría y agradecimiento por su legado, deseándole que siga disponiendo de ese don que le ha sido concedido para que otros gocen del privilegio que nosotros ya hemos presenciado. Dios le hizo apóstol, aunque ahora debe seguir el camino de una Santidad merecida.
No puedo despedirle sino con uno de los bellos himnos de la Liturgia de las Horas que nos recitaba de memoria en cada misa: «Quien diga que Dios ha muerto que salga a la luz y vea si el mundo es o no tarea de un Dios que sigue despierto. Ya no es su sitio el desierto, ni en la montaña se esconde; decid, si os preguntan dónde, que Dios está sin mortaja en donde un hombre trabaja y un corazón le responde».