Las Pitiusas están en constante transformación económica y social. Es justo reconocer que el tejido empresarial ha sabido adaptarse a los vertiginosos cambios que impactan sobre nuestro frágil territorio. En poco tiempo hemos pasado de ser un destino pihippie, pasando por ser hogar de hooligans hasta convertirnos en la meca de un más que cuestionable lujo.
Tendemos a asociar injustamente lujo con calidad, nada más lejos de la realidad. Avanzamos a pasos agigantados hacia un enaltecimiento irremediable del turismo al que así apodamos, creyendo ingenuamente que ello supondrá una mejora de nuestra calidad de vida y de nuestros servicios. Es curioso que se venda como ‘exclusivo' uno de los destinos más populares del planeta, en el cual ya no queda un sólo rincón en el que disfrutar de la tranquilidad antaño imperante. No faltan nunca los estúpidos que visitan un lugar sereno y apacible para apresurarse a publicar su ubicación para que así deje de serlo.
Muchos empresarios llegan a la isla fingiendo conocer «la verdadera esencia» de nuestro singular hogar y se regocijan haciendo caja a costa de depredar nuestros recursos y equivocándose al pensar que esa «esencia» ibicenca guarda la menor relación con los yates, el yoga o la fiesta. La presencia del turismo de lujo en Eivissa y Formentera no sólo es aceptable sino necesaria, pero no podemos encomendar nuestra economía a un solo perfil.
Parece mentira que estos (supuestamente) ilustres visitantes se crean la milonga del lujo y la exclusividad o, peor, que la asocien al ocio que consumen. No debemos ir lejos para buscar un buen espejo: Sant Joan de Labritja, donde se ha conseguido frenar la presencia y el impacto de estos chamanes del engaño y la perversión, salvo alguna excepción entre Es Canaret y Portinatx.