Siempre he preferido ir a una gozosa fiesta en alguna casa antes que peregrinar a una macrodiscoteca. Es una cuestión de sensibilidad, no de edad. Por supuesto, jamás he pagado una entrada ni hecho cola alguna. Y lo paso bien allá dónde voy, pero me cansa el sesgo tan comercial, el empacho de bakalao electrónico y la masificación del ocio.
Las noches pitiusas son fabulosas y prefiero bailar al raso buena música sensual, tratar de ligar con el objeto de mi deseo ya sea en un jardín voluptuoso o tras algún lentisco, un baño nocturno en una cala solitaria y la aventura que siempre te sale al encuentro.
¿Es por eso que las llamadas fiestas ilegales tienen tanto éxito? Lo dudo, pues a menudo suponen una simple encerrona para los paletos que llaman villa a una casa. Colas indecentes y entradas carísimas, ejércitos de relaciones púbicas de medio pelo, controles de seguridad a cargo de gente siniestra, el entronado pinchadiscos y peña que agita el brazo en un simulacro que poco tiene que ver con la danza. Nada que ver con el lujo, o sea. Su única ventaja es que permiten fumar, pues el ocio regulado y que paga sus impuestos está siendo transformado por los puritanos burrócratas a modo de internado para señoritas.
También hay otro tipo de fiestas donde pagan a los asistentes por acudir. Así hacía un famoso rapero en su barco para protegerse de posibles acusaciones de abusos ante un juez. Es una macarrada más, pero así está el patio.
Pero tampoco hay que rasgarse las vestiduras. Ibiza es una fiesta para todos los gustos. Y la cultura y un buen instinto ayudan mucho a pasarla en grande.