La libido pitiusa está de capa caída. Una mujer ha sido detenida en el aeropuerto con seiscientas pastillas de viagra. Como me cuenta una amiga siempre voluptuosa: «Eso da para un año de chingar todos los días!». Claro que ella tiene sus secretos y yo no sé lo que pone en el gazpacho, que uno sale en posición de firmes.
Toda la isla está consternada y en los bares, en el mercado, incluso en las sesiones de yoga no se habla de otra cosa. Nunca vi tanta alarma social en los alijos de cocaína, marihuana, dopaje psicodélico, etcétera, que tantas veces al año captura la Benemérita. El invierno se presenta un poquito más soso y habrá que esperar a la primavera, que la sangre altera.
Recuerdo que la primera vez que me topé con los camellos de viagra fue en la calle Obispo, en La Habana. Caminaba yo del brazo de una tremenda mulata Wilson rumbo al Floridita cuando un tipo nos salió al paso, ofreciendo su mercancía eréctil. La Wilson le soltó un bolsazo que parecía un gancho de Tyson. «¿Cómo tú crees que alguien necesita eso conmigo?». Y, despreciando mis súplicas, me arrastró a la barra de caoba para brindar con una serie de Papa Dobles, como gustaba Hemingway.
La Wilson, además de profesora de literatura rusa, era una dietista consumada. Me recomendó zumo de fruta bomba –así llaman a la papaya en el Caribe– con un chorrito de ron Santiago en el desayuno, frijoles, camarones con ajili y chancho a la púa para cumplir en el catre. Y, por supuesto, bailar rumba, salsa, mambo, incluso un ballet de Tchaikovski antes que la robótica electrónica, que definía como música asexual.
Tengo que invitar a la Wilson a la Ibiza de invierno para que imparta un seminario.