Jugaba Nadal y el aeropuerto estaba enmudecido. Había quienes seguían el partido desde las pantallas de sus teléfonos sin mover ni un solo músculo, los que cerraban los ojos y apretaban los puños mientras lo escuchaban por la radio, los que aullaban cuando conseguía un punto y los que resoplaban cuando lo fallaba. Juan y Juan Carlos impusieron en el trayecto de Aranda a Madrid la banda sonora de dos periodistas deportivos que narraban el encuentro con la vehemencia de quien pierde o gana cuando lo hacen otros, mientras que yo intentaba leer el libro que mi amigo Carlos ha escrito y que presentaremos muy pronto. Al llegar al Adolfo Suárez, y pensar que para nosotros siempre será Barajas, aunque fuese un acierto rendirle ese póstumo homenaje al que fuera presidente de España, me sorprendió que todavía no hubiese terminado. «¿Pero cuántas horas llevan?», pregunté. «Más de tres y Rafa está remontando», respondieron sonrientes al unísono. No hablamos mucho más, puesto que toda su atención la tenía el manacorí, y de pronto me percaté de que el rumor que circulaba por cada puerta de facturación, por cada control de acceso, en las tiendas o en las zonas de espera era el mismo: «¿Cómo va?»
Un hombre se acercó a nosotros para asomar la nariz al móvil de «mis compañeros de trayecto» y poder ver así cómo el balear daba la vuelta al marcador hasta hacer suyo el partido. Yo solo pensé que en tiempos de COVID-19 ese gesto era poco procedente, así que me aparté un poco y volví a meter la nariz entre las páginas de Morgan. De pronto, Juan se levantó de un salto hasta hacerme gritar a mí también del susto: «¡Vamos, Rafa!». Y decenas de personas le secundaron mostrando su apoyo al que es ya sin duda el mejor deportista masculino de la historia del tenis internacional. Azucé la vista para ver si conocía a alguien entre quienes se incorporaban y me acerqué a saludar a unos amigos. Verónica dio un respingo y se sorprendió al verme, afirmando que acababa de leerse mi artículo dominical en aquel preciso instante y que lo último que se esperaba era verme tras hacerlo. Me felicitó por las Bodas de Oro de mis padres, trama de la opinión de la que hablaba, y nos acercamos hasta su marido entre risas. «¡Coño! ¡La chica del cocido!», proclamó él al verme y, de pronto, me acordé de que una de las últimas veces en las que nos habíamos visto yo les había cocinado un buen puchero castellano del que sus hijas dieron buena cuenta, llegando a repetir incluso el primer plato, y tras el que decidió ponerme ese apelativo.
«¡Mira que si habitualmente me llamas así estarás dando pie al título de un artículo!», le espeté socarrona, ante lo que él afirmó que siempre que me leía recordaba aquella suerte de garbanzos trufados de chorizo, morcilla y carne de mi tierra.
Por alguna extraña razón, agradezco mucho que la gente valore mis dotes culinarias, tal vez porque no son las mejores y porque el cariño que les pongo me insta a querer escuchar que son al menos bien recordadas. Cuando aquel colega me soltó en una fiesta que mi tortilla de patata era la mejor que había comido, nunca pasó a engrosar mi lista de personas maravillosas, y mis compañeras de la universidad, quienes todavía recuerdan mis arroces de sobras o mis espaguetis radiactivos, son parte, asimismo, de la zona vip de mi tribu.
Sea como fuere, esta que les escribe, apodada ahora como La chica del cocido, prometió en aquel instante que si Nadal regresase este verano a Ibiza y se le antojase un plato de cuchara, tendría en mi casa un nuevo trofeo con el que engordar sus gestas. Por cierto, espero que el aeropuerto de Mallorca se llame muy pronto Rafa Nadal, porque los homenajes saben mejor cuando se hacen en vida y este sí que sería un buen punto.