Todos unidos contra los cafres. Árbitros y futbolistas, jugadores y colectivo arbitral. Todos de la mano contra los violentos, contra los intolerantes que ven en un campo de fútbol su vía de escape para vomitar la mala baba acumulada durante la semana. El pasado fin de semana el fútbol balear llevó a cabo un parón para decir: ¡basta! Los campos se quedaron huérfanos de público y también de jugadores y cuerpos arbitrales. Esta vez no fue por las restricciones del covid, pero sí por una pandemia, la de la violencia en los campos de fútbol, con el foco puesto principalmente sobre las deleznables conductas que se dan cada sábado y domingo en las gradas de muchos estadios. Porque desde hace unos años los episodios más vergonzantes suelen estar protagonizados por las personas que en teoría van a un campo a animar.
Y lo peor de todo, lo más sonrojante, es que los casos más graves suelen tener como escenario partidos de categorías inferiores. El fútbol en su edad prebenjamín, benjamín, alevín e infantil es formativo. Es educación. Son valores. Compañerismo. Y podríamos prolongarlo hasta cadetes, juveniles y más allá porque siempre nos queda algo por aprender. Desde hace años, décadas, la tranquilidad de los entrenamientos entre semana se torna en sábados y domingos de crispación con padres y madres vociferando, profiriendo insultos y palabras gruesas contra los árbitros, el entrenador o los rivales de su hijo, aunque estos apenas tengan cinco, seis o siete años.
La decisión de la Federació de Futbol de les Illes Balears de apoyar al colectivo arbitral es ejemplar y necesaria para denunciar salvajadas como la sufrida por Joan Miquel Reus, el joven de 21 años que salió a pitar un partido de Tercera regional y acabó en el hospital con un tímpano perforado por un puñetazo. En nuestras manos está que no se vuelvan a suspender más de 700 partidos. En el terreno de juego, como en la vida: juego limpio, educación y respeto.