La atroz guerra vuelve a sacudir a la nívea Europa, despertándola de su siesta de bienestar. Algunos la veían venir tras el parón pandémico -y la tregua olímpica exigida por el nuevo pacto chino-ruso-; y, entre los analistas y espías que abundan en la gozosa Ibiza, había apuestas por cuál vendría primero, si Ucrania o Taiwan. Otros afirmaban apocalípticamente que serían al mismo tiempo.
Putin avisó que no permitiría que Ucrania entrase en la OTAN, pero su premeditado y cruel zarpazo de estilo soviético ha dejado al mundo libre en shock. Pese a tantas visitas de representantes europeos toreados por el armenio Lavrov, nunca hubo diplomacia efectiva en las tierras de Taras Bulba, donde los valientes cosacos bañaban a sus hijos en las heladas aguas del Dnieper.
Los chinos juzgan el tiempo de modo diferente a los rusos, y tal vez se den todavía unos años antes de ir por la antigua Formosa, cuando estén seguros de su superioridad ante USA. Al menos eso es lo que recomendaría Sun Tzu desde el Arte de la Guerra. Pero todo está cambiando de forma tan rápida como aparentemente ilógica.
En su libro Homo Deus, Harari avisaba que la guerra moderna sería muy diferente gracias a los avances tecnológicos. Pero en Ucrania se demuestra que el número de tropas, los misiles y los tanques son todavía más poderosos que la ciberguerra o la desinformación. Los sofisticados tiranos siguen siendo en el fondo muy primitivos.
Europa ya se tambaleó con la ¿espontánea? Primavera Árabe, con sus estúpidas guerras en Libia y Siria, al lado nuestro, todavía en guerra civil. Ahora toca Ucrania, el rico granero por el que Hitler rompió su pacto con Stalin. La guerra fría está que arde y Europa, en jaque. Cui prodest?