Cantaba subida a una silla. Comenzó despacito, con un hilillo de voz, pero poco a poco su garganta se fue abriendo en un grito que pedía libertad. Mientras Amelia, una niña ucraniana de tan solo 7 años, interpretaba en su idioma el tema principal de la película Frozen, «Let it go», todas las personas que la acompañaban en aquel refugio antibombas enmudecieron. Algunos se enjugaban las lágrimas sin poder contener la emoción y otros miraban al cielo o al suelo, pero todos compartían sobrecogidos el mismo sentimiento helado. Sus almas coreaban esa canción infantil cuya letra reivindicaba sin saberlo que el frío cese, que el mundo cambie, que los reinos no lo cubran todo del hielo y que los tiranos desaparezcan.
Más de 15 millones de personas nos hemos conmovido con Amelia, gracias al vídeo grabado el 27 de febrero por Marta Smekhova, entre las que se incluye la intérprete original de esta canción, Idina Menzel, quien publicó en sus redes sociales un tweet donde le decía: «Te vemos. Realmente, te vemos». Pero no sirve. No basta con verla: necesitamos abrazarla, protegerla y sacarla de ahí. Hemos pasado de llorar con los muertos por la pandemia a hacerlo por nuestros hermanos de Ucrania, y los informativos nos devuelven imágenes de devastación, de crímenes y de dolor; demasiado dolor. No estamos preparados para asistir impasibles a estos desfiles de refugiados y de cadáveres sin identificar. No podemos girar la cabeza, ni fingir que si no encendemos la televisión o rechazamos leer la prensa no seremos parte de esta trama, porque esta amenaza también nos afecta. En un rincón de Europa hay niños que hoy ya no cantan, y no hay aplausos, abrazos ni mantas que calmen ese vacío gélido.
La invasión rusa nos ha dado una bofetada tan grande que todavía estamos sangrando. No es el primer conflicto bélico al que asistimos como espectadores de un circo cruel, pero sí uno de los que más nos asustan, por si mañana somos nosotros quienes luchan contra los leones. Millones de personas han dejado sus casas huyendo de un dictador sanguinario y peligroso para todos, un tirano que pinta de nieve las montañas y repite estrategias de otras guerras y otras vidas para ganar terreno a fuerza de aislar a sus víctimas hasta que mueran de sed, de hambre y de frío.
No sé qué soledad oscura llenará el corazón de Putin y sinceramente no pretendo entenderlo ni compadecerlo. Un niño ha muerto esta semana de deshidratación, ha bombardeado una maternidad y el rey que vive en él ruge como la peor tormenta que hayamos escuchado.
Necesitamos ser libres, como Amelia, como todos los ucranianos, palestinos, sirios, afganos, venezolanos, mozambiqueños, saharauis, cameruneses, etíopes o yemenís que tiemblan cada día ante el estruendo de las balas, de los misiles o de las cárceles. Incluso los rusos, presos hoy de su propio gobierno, carecen de la posibilidad de rebelarse, de revolverse y de denunciar que no quieren ser parte de esta carnicería y que no apoyan a su enfermo líder.
Necesitamos ser libres y ya no hay vuelta atrás, porque eso es lo único que importa y porque el frío es ya también parte de nosotros.