Confieso que estoy un poco desnortado. No se muy bien que pensar. Me encanta vivir, disfrutar de la vida, y me considero un privilegiado que tiene que aprovechar cada segundo que pasamos aquí antes de que todo se apague para siempre. Sin embargo, hay días en los que busco desesperadamente el lugar donde se pueda comprar el billete para bajarme del mundo ante tantas cosas que veo a mi alrededor. Siento como se me acaban las fuerzas y en ocasiones tengo la tentación de imitar a Michael Douglas en la película Un día de furia o buscar islote sin nombre ni ley ni rutina. Luego, afortunadamente, una conversación de apenas diez minutos con mi madre me sirve de terapia para darme cuenta que la violencia no conduce a nada, que solo trae más violencia, y un par de lecturas budistas para volver a aplicar aquello de que los pensamientos negativos solo existen si somos nosotros los que los alimentamos en nuestra mente.
Pero que quieren que les diga, todo eso está muy bien y por lo general funciona, pero últimamente me cuesta mucho. Mires por donde mires, escuches lo que escuches y leas lo que leas, hay trampas por todos lados. No les voy a hablar de la guerra en Ucrania porque seguramente ustedes, como otros muchos, cuando ya ha pasado tanto tiempo de los primeros bombardeos posiblemente la habrán casi casi olvidado de su día a día. Ya saben, aquello que se suele decir de que cuando algo se repite mucho al final lo damos por común y le quitamos importancia. Pero si me gustaría recordarles por si pudieran tener unos minutos para leer estas líneas como las guerras se han multiplicado por África y Oriente Medio desde hace décadas como alerta el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados sin que, desgraciadamente,sean noticia todos los días en los informativos. Porque de ellos, ni siquiera tenemos tiempo de aburrirnos porque nos pillan muy lejos o simplemente, como es lógico, tenemos otras prioridades en la vida.
No quiero tirar de demagogia barata, hacer de Pepito Grillo ni fastidiarles la mañana de domingo pero en Siria siguen en guerra diez años después en una situación que parece de no retorno, con grupos terroristas avanzando a sus anchas, mujeres y niñas sin posibilidad siquiera de que les quiten el rosa de sus juguetes, porque ni siquiera los tienen, y con el 90% de su población viviendo bajo el umbral de la pobreza. En Yemen, ya van por siete años de conflicto armado y su guerra civil empeora cada año la situación de su gente, ya de por sí de las más pobres de la península arábiga asolada por enfermedades como el coronavirus, el cólera o la desnutrición infantil y con más de 16 millones de personas padeciendo hambre extrema. En Etiopía hace algo menos de dos años estalló una guerra entre los rebeldes de Tigray y las fuerzas del gobierno que sigue activa imposibilitando la llegada de ayuda humanitaria a zonas del norte del país donde hay más de nueve millones de personas en situación de emergencia humanitaria y hambruna mientras más de dos millones de etíopes han huido a la vecina Sudán en busca de refugio. También se producen grandes éxodos desde Mozambique, debido a que la situación en Cabo Delgado, al norte del país, se está complicando por la recuperación de territorios por parte de grupos terroristas y porque se calcula que más de 1,3 millones de personas necesitan ayuda humanitaria.
O, por supuesto, el eterno conflicto entre Palestina e Israel donde este país se pasa por donde le da la gana todo tipo de derechos, acuerdos y ayudas provocando el total aislamiento de la franja de Gaza sin que los líderes de uno y otro bando sean capaces de ponerse de acuerdo mientras su gente sigue viviendo en una situación económica, humanitaria y de seguridad profundamente precaria. Y es que, mientras en Occidente seguimos mirándonos nuestro ombligo, en los últimos días 23 palestinos, entre ellos tres mujeres y cuatro niños, fueron asesinados por las fuerzas de seguridad israelíes durante manifestaciones y operativos de búsqueda y arresto y más de 541 han resultado heridos, incluidas 30 mujeres y 80 niños.
Tampoco se ocuparán los medios de comunicación de los golpes de estado que hemos vivido en los cuatro meses de este 2022, la mayoría en países africanos. Chad, Guinea-Conakry, Mali, Níger, Sudán o Myanmar son nombres que casi ni nos suenan porque no sabemos colocarlos en un mapa mundi o simplemente porque en muchos casos tendemos a pensar que todo esto no va con nosotros. Que están muy lejos de Europa, de España, del mal llamado primer mundo y que bastante tenemos aquí con lo que tenemos, sin darnos cuenta que aunque podíamos estar mejor en muchos casos podemos seguir comprándonos ropa nueva o de segunda mano cuando lo necesitamos, pagando unas pistas de padel para jugar semanalmente, salir de cañas, ir de comida o de cena a un restaurante o bañarnos en una playa en la que la que la única basura que muchos encuentran se llama Posidonia. Qué vivimos en un país donde se permite la crítica, donde una chica, por lo general, puede elegir con quien casarse o con quien vivir, donde las relaciones entre personas del mismo sexo están prácticamente normalizadas o donde no te persiguen por tu confesión religiosa. Donde tenemos calles asfaltadas aunque estén en obras o simplemente podemos vivir en paz. Por eso, cuando me entran ganas de bajarme del mundo, me calmo, leo, reflexiono, buceo en internet y me doy cuenta que soy un afortunado por vivir en un país donde nos permitimos el lujo de que una empresa privada pague 25.000 euros semanales a un señor que se llama Kiko Matamoros por participar en un programa de supervivencia en una isla desierta.