Hay cosas que cuanto antes se asuman, antes dejan de doler. Hemos venido hablando en los últimos meses, de la pérdida de la esencia de Formentera por el proceso de licitación de los quioscos, que puso en manos «provisionalmente» estas golosas instalaciones a pie de playa, de grupos inversores de gran musculo financiero, en lugar de las empresas familiares que los han venido gestionando en las últimas décadas. Pero si miramos un poco más allá nos daremos cuenta de que lo de los quioscos no es más que una anécdota que viene a corroborar el cambio de ciclo al que ya está sometido Formentera.
El capital se ha ido apoderando de muchos negocios del ámbito familiar y van a ser muchos más en los próximos dos años. Esos establecimientos se reconvertirán muy probablemente en espacios fashion, pensados para un público de alto poder adquisitivo, dejando atrás la tan traída y llevada «esencia» que se quedará en los álbumes de fotos familiares y en el museo que Formentera espera desde hace décadas.
Esos mismos grupos, conscientes de la necesidad de ofrecer vivienda a sus empleados, están acaparando un mercado de alquiler, ya de por sí muy mermado, lo que está generando que muchas familias pongan rumbo a otros territorios, teniendo que dejar la isla en la que han ido arraigando en los últimos años.
El tan manido concepto de «Model d'illa» no ha podido ser. El Consell se ha llenado la boca desde su fundación en 2007 de «sostenibilidad y decrecimiento», pero al final, como diría Rato, «es el mercado, amigo» el que ha ganado la partida. Formentera es y será un producto, y lo hemos convertido entre todos en un producto de lujo, y eso atrae a los grandes tiburones que ven en esta roca un jugoso pedazo de carne al que hincar el diente. Hace falta ver si es bueno o es malo, pero es lo que hay.