Simón Bolívar era un señorito criollo que cultivaba con esmero su elegancia y le pareció lo máximo hacerle la guerra a España. Logró la independencia, pero su sueño de unir las Américas (bajo su mando, claro está) se fue por el desagüe de la ambición de los diferentes caciques regionales. No iban a cambiar a un monarca allende los mares («Se acata pero no se cumple», tal era la máxima de los virreyes de entonces) por una autoridad más poderosa en el propio continente. «¡Bochinche, bochinche: esta gente no sabe sino de bochinche!», sentenció Francisco de Miranda cuando sus compañeros revolucionarios le traicionaron a las tres de la madrugada.
Y la política en todas las Españas (viejo y nuevo mundo) sigue siendo coto de bochincheros con más cara que espalda. Los podemitas critican al Rey por no levantarse ante una espada de Bolívar, pero hasta algún socialista ya ha calificado el hecho como algo «intrascendente». El Rey rinde honores a la bandera colombiana, que es nación hermana. También rinde honores a la bandera francesa, pero ningún galo le exige que brinde por la Revolución Francesa y su sangrienta guillotina.
Tras su independencia la América española cayó en manos de la insaciable banca inglesa y, al poco, de las poderosas compañías yanquis, que alteraron muchas fronteras a su antojo bélico-comercial. Pero el sentimiento de hispanidad sigue muy presente y muchos a cada lado del charco desearíamos seguir juntos por encima de la política cainita. Sin duda tenemos más en común con un colombiano, un mexicano, un peruano, un cubano… que con los bárbaros del norte que mandan en Europa.