Este viernes me desperté leyendo una magnífica información de Carlos Guisasola para el diario El Mundo en la que cuenta el nuevo futuro para el Beti-Jai, un frontón de Madrid en el que a pesar de no jugarse a pelota vasca desde 1919 es historia viva de la capital. Desde que era un niño he leído, escuchado y visto algún vídeo sobre él y ahora descubro que en sus muy bien llevadas 128 primaveras también ha sido comisaría, taller o centro de ensayo de bandas musicales. Un lugar emblemático que en 2011 se declaró Bien de Interés Cultural (BIC) salvándolo de su derrumbe cuando ya era solo un amasijo de ladrillos y ramas y al que ahora, gracias a un Plan Especial aprobado por el Ayuntamiento de Madrid, se convertirá «en un centro cultural y educativo al servicio de la ciudad, manteniendo la decoración, los materiales y sistemas constructivos originales del arquitecto Joaquín Rucoba».
Una muy buena noticia para los que, como yo, somos más urbanitas que los pasos de cebra. Porque a mí, cuando voy de viaje, no hay nada que me guste más que pasear recorriendo los barrios de los centros de las ciudades, los bares y las tiendas de toda la vida, descubriendo carteles de esos que rezuman historia. Fotografiarlos con el corazón encogido al descubrir que justo debajo hay una verja que nunca más se abrirá o un cartel de se vende, y guardarlos en un archivo personal con esa extraña sensación de que con ellos se va un pedazo de esa historia que ya nunca volverá. Esa que escuchaba con la boca abierta cuando la contaban mi abuelo Leandro, mi abuela Anastasia, mi padre Roberto y ahora mi madre Julia, eterna fuente de sabiduría.
Una historia que cada vez queda más atrás en estos tiempos que corren donde todo va cada vez más deprisa. En estos tiempos donde ya solo se mira hacia delante sin importar lo que dejamos atrás y solo importa el aquí y el ahora. Tiempos, semanas, días, donde un capitalismo y una globalización desmedida lo invaden todo sin reparar en lo pequeño, en lo cercano, en lo de toda la vida. Es cierto que es necesaria una evolución y no seré yo quien ahora vaya en contra del progreso ni el que defienda volver a las cavernas ni a vivir entre candiles, pero si defenderé a capa y espada que también tenemos que ser conscientes de que cuando algo se va, lo más normal es que nunca vuelva. Y que, por lo general y tal y como cantaba Serrat, al final «no hay nada más amado que lo que perdí».
Antaño cada ciudad tenía su personalidad, su idiosincrasia. Buena o mala pero eran distintas. Y la isla de Ibiza era uno de los mejores ejemplos de ello. Por motivos obvios de edad yo no pude disfrutar de aquella isla de hippies que convivían con pageses en un ejemplo de libertad y tolerancia que la convirtieron en la envidia de todo el mundo. Pero sí descubrí hace 12 años, cuando llegué con mi madre y dos maletas, una isla donde había tiendas diferentes a las que nunca había visto, mercadillos originales, restaurantes que no podías encontrar en ningún sitio o bares y cafeterías que eran puntos de encuentro en torno a un café o unas hierbas. Un lugar único e inigualable que me enamoró desde el primer momento.
De aquellos primeros años aún recuerdo con pasión vivir en la calle Bisbe Torres, levantarme los domingos e ir al mercadillo del Mercat Vell donde conocí a magníficos artesanos y mejores personas, ir a comprar la leche o el desayuno a pequeños establecimientos o simplemente pasear al lado del mar en un ambiente casi de pueblo regresando tras comprar una camiseta o una pulsera que no había en otro lado. Hoy, de aquello, casi no queda nada. Donde antes había un quiosco, una librería, un comercio tradicional o tiendas de deportes, muy caras por cierto en aquellos tiempos ante la falta de competencia, ahora ya solo quedan recuerdos, carteles y persianas bajadas.
Lo mismo con edificios históricos. Yo viví los últimos estertores del Cine Cartago, ya abandonado cuando empecé a trabajar en el Última Hora en la calle Vía Púnica, y cubrí el cierre definitivo del Cine Serra en 2017 en el espacio que ahora ocupa un hotel de cinco estrellas de diseño más bien cuestionable y sin ningún respeto por el entorno de Vara de Rey, y seguro que los más veteranos recordarán cientos de ejemplos más que han hecho perder su propia identidad a la isla de Ibiza sin que haya visos de que la vayamos a recuperar fácilmente viendo el camino que hemos escogido donde el que el dinero lo puede todo. Un lugar donde cada vez es más difícil fotografiar un rótulo antiguo o encontrar espacios recuperados para la ciudadanía como el Beti-Jai en Madrid, y sí espacios para el turista de lujo que nos visita. Por cierto, en euskera Beti-Jai se traduce como Siempre fiesta. Por si le sirve de inspiración a quien le toque.