Por todo el ruedo ibérico las multas suelen ser desproporcionadas en comparación con los sueldos. Así transforman al toro bravo en un buey que no osa mugir demasiado alto.
La sanción de 60.000 pavos a los asistentes a un botellón en una playa de Formentera el pasado verano, todavía en dictadura vírica, es buena prueba del insaciable afán recaudatorio de nuestros abundantísimos burrócratas.
El Estado de Alarma fue declarado inconstitucional pero, ¿alguien ha escuchado alguna aclaración por parte del sátrapa monclovita? Armengol fue pillada de farra más allá del toque de queda, pero lo que la ginebra ha unido que no lo separe Boris (hasta la vista, baby).
El confinamiento sirvió como ensayo brutal de hasta dónde pueden llegar sus desmanes totalitarios. Multaban hasta nadar solo en la mar. Expulsaron a un barco de Espalmador por despertar celos en los encerrados entre cuatro paredes (¡hay tanto pichón de oceánica vanidad cibernética!). Los perros se alquilaban para ir de paseo. Afortunadamente la vodka era considerada bien de primera necesidad.
Las prohibiciones se alargaron en Baleares arruinando muchos negocios. Recuerdo una gozosa escapada a un Madrid que se atrevió a dar mayor libertad individual. Fue como hacer novillos del internado y fumabas y brindabas en las terrazas con gatos huidos de media Europa.
El verano pasado ya todo estaba más relajado, excepto las multas. No permitían bailar, pero hubo garitos con bula que eran fuente de contagio de un virus cada vez más debilitado. ¿Por qué entonces esta saña recaudatoria que amenaza con la bancarrota a los rebeldes de Formentera? Cuestión de doma, supongo. Y todavía no hay un estudio nacional de la gestión epidémica. Tienen mucho que ocultar de una época cruel en que los viejos morían solos.