Los chinos inventaron la pólvora y se divertían con sus fuegos artificiales. Occidente desarrolló su función bélica y Alfred Nobel, el mismo que da nombre a premios científicos y pacifistas, la transformó en dinamita. Los cohetes chinos estaban pensados para asombrar en fiestas y ferias, ahora acojonan al planeta con su basura espacial. Cosas de la espantosa revolución comunista (¡Groucho, Groucho, Karl es el error!) y la patada de kung fu a las abusonas potencias coloniales. Se cumple así la profecía de Napoleón: «China es un dragón dormido. Cuando despierte el mundo temblará».
El cohete que paralizó el tráfico aéreo terminó cayendo en la inmensidad del Pacífico, que es donde se despeñan casi siempre (cuestión de estadística) o al menos eso nos dicen. Si llega a precipitarse en el Mare Nostrum, provoca un tsunami. La alerta máxima duró una mañana y la mayoría de ibicencos ni se enteró. Para mí fue un pretexto magnífico para mezclar un temprano palo con ginebra. Cuestión de personalidad a la hora de afrontar el apocalipsis.
La basura espacial sigue la excusa del científico alemán Werner von Braun, el mismo que decía ser responsable de hacer volar sus cohetes, pero no de dónde caían. Tras la II Guerra Mundial fue captado (valga el eufemismo) por los americanos antes que por los soviéticos, y revolucionó tanto la NASA como el ámbito de los electrodomésticos.
Tras las dudas razonables sobre el virus que pudo escaparse de un laboratorio de máxima seguridad, vuelven a caer toneladas de chatarra china sin control alguno. Ahora proyectan -y no es coña- una orgía de monos en el espacio. Han cambiado a Confucio por Fausto.