Pareja a la vida va la muerte, desde que nacemos, pero como dice La Rochefoucauld «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente mucho rato» La muerte es como el Guadiana, emerge y se sumerge a lo largo de vuestro ciclo vital. Nos remueven y conmueven las muertes que según nosotros «no tocan» y nos consuelan más las que son «ley de vida». Todos estamos seguros de que nadie sale vivo de la muerte, de que vivir solo cuesta la vida y que lo peor es que la muerte nos amargue la vida. Saber que nos vamos a morir ayuda a vivir y a relativizar mucho los acontecimientos a los que tenemos que afrontar.
Vivir la vida hasta que llegue la muerte, es quitarle poder. Solo podemos ejercer la desidealización sabiéndonos finitos. La muerte hace iguales a todos, incluso a aquellos que ilusamente se creían superiores o diferentes. Últimamente pienso y hablo más con mis amigos, parientes e hijos de la muerte. Soy cada vez más consciente de que el tiempo que me quede (he ahí la angustia y la incertidumbre) debe de ser fértil y con sentido. Mis creencias religiosas me ayudan mucho a trascenderla.
Mientras ir a funerales de amigos, me producen un sentimiento triste pero me hacen presente una realidad que en muchos momentos me he negado y que me ayudan a valorar más el que siga estando vivo. Mientras estas vivo no estás muerto y cuando uno muere ya no sabrá que no sabrá, porque no existe la muerte vivida sino la muerte observada.
La angustia de la muerte puede producir muchos cuadros de sufrimiento psicológico, los más frecuentes, crisis de pánico y depresiones existenciales. Los humanos, gracias a nuestra maravillosa autoconciencia pagamos un alto precio: la herida de la mortalidad. El omnipresente miedo a la muerte es nuestra primera causa de sufrimiento y a algunas personas le impide cualquiera de momento de felicidad y satisfacción.
Aceptar a la muerte es amar la vida y vivir el presente. Yo he empezado a visitar cada vez más el pequeño cementerio de mi pueblo, donde tengo enterrado a mis abuelos y a mi tío. Es un acto que me reconforta y me da más serenidad, sabiendo que algún día yo también estaré muerto. A veces me angustia cuando y como se presentará, cuál será su antesala, si me podré despedir o no, si desearé que llegue para no sufrir, si me acompañarán mis hijos a los que nunca veré más, si mi cerebro se dará cuenta o se habrá convertido en una lápida prematura sin memoria o sin conciencia.
Pensar en la muerte me lleva a pensar en las personas que quiero, en los amigos que he decidido que me acompañen, a esos que como dice Vinicius «sin que ellos lo sepan, yo rezo por la vida de ellos». Y me avergüenzo, porque ese rezo es, en síntesis, dirigido a mi bienestar. Ese rezo es, tal vez, fruto de mi egoísmo Si alguna cosa me consume y me envejece es que la rueda furiosa de la vida no me permite tener siempre a mi lado, viviendo conmigo, caminando conmigo, hablando conmigo, disfrutando conmigo, a todos mis amigos y, principalmente a los que sólo desconfían o tal vez, nunca sabrán que son mis amigos.
La muerte siempre está presente en nuestro inconsciente, en casi todas nuestras ansiedades que se reactivan tras episodios de perdidas, enfermedades o traumas.
Como dice Iving Yalom «enfrentarnos a nuestra propia mortalidad, a través de la muerte de personas que has querido o te han querido, ( para mi ir al cementerio también ), nos permite reorganizar nuestras prioridades, comunicarnos más profundamente con aquellos a los que amamos, apreciar la belleza de la vida y aumentar nuestra disposición a asumir los riesgos necesarios para la realización personal».
En el fondo la ansiedad ante la muerte, a modo de aldabonazo vital, puede provocarnos un despertar a la vida, desde la humildad, la compasión, la generosidad y la solidaridad. Solo desde ahí podemos dar y estar, que es el auténtico sentido de la vida.
A mi me va muy bien leer, de vez en cuando, a Agustín de Foxa, en esta magnífica poesía, - Melancolía sobre el desaparecer-, sobre la muerte.
Y pensar que después que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
se encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
La muerte está a nuestro lado pero hay que mirarla plenamente. No queda otra.
Ya saben en derrota transitoria pero nunca en doma.