Me gusta el fútbol, pero no llego al extremo de ser forofo de ningún equipo. De hecho, cambio de bando constantemente, algo que me sucede en el deporte y en otros muchos ámbitos de la vida. Cuando veo a un dirigente, entrenador o jugador de un equipo comportarse inadecuadamente, deseo que pierda estrepitosamente, que sufra una goleada humillante en su propio campo o que acumule ocho partidos consecutivos sin ganar, asomándose peligrosamente al abismo de perder la categoría.
Hace algunos años acostumbraba a ir al estadio del RCD Mallorca para ver perder al que entonces era mi equipo, que jugaba en primera división. Dejé de ir porque sufrir no es lo mío. Y porque en una grada del estadio había una horda de analfabetos funcionales sin civilizar, usualmente beodos o drogados, o ambas cosas, coreando insultos homófobos, algo que a mí me parecía poco deportivo e inapropiado para el contexto.
Tengo al fútbol profesional por un reducto de corrupción generalizada, con amaño de partidos, árbitros comprados, maletines arriba y abajo y todo camuflado de práctica deportiva sana y provechosa. Sólo para los centenares de maleantes que se benefician de tan lucrativo negocio, trufado de delincuentes que raramente son investigados por la Justicia. El Mundial de Qatar 2022 me causa vergüenza ajena y me declaro objetor de conciencia. No pienso ver ni un minuto de ningún partido, tampoco de La Roja.
Pero después de oír al presidente de la FIFA, Gianni Infantino, líder de la mafia mundial, denunciando la doble moral de los europeos y afirmar que «tendríamos que pedir perdón por dar lecciones», entonces sí que me reafirmo en mi boicot a esta farsa travestida de deporte. Ojalá todos los partidos terminen sin goles.