Encaramos el tramo final del año y las fiestas de Navidad y Año Nuevo. El consumismo se dispara, con campañas artificiales como el Black Friday y otras llamadas a las compras compulsivas, muchas veces sin planificar, de cosas que no nos hacen falta, pero con el atractivo de que están rebajadas. Debo decir que en mi vida no he comprado nada en el Black Friday, ni en el día de los enamorados, ni en el día de la madre, ni otros inventos de los grandes almacenes. Pero hay mucha gente que sí lo hace. Allá cada cual con su dinero. También hay quien se queja de la carestía de los alimentos. Algunos apuntan directamente a las cadenas de supermercados, pero nada les obliga a comprar en los establecimientos a los que acusan de incrementar codiciosa e injustificadamente los precios.
Si les parece que se ha disparado el coste de un tetrabrik de caldo en un súper, siempre pueden ir a otro que no incurra en tal abuso. Ahora muchos prefieren denunciarlo en Twitter pero lo compran igualmente, cuando lo mejor sería dejar el producto en el estante y cambiar de comercio. Nos queda la tranquilidad de saber que el Ministerio de Consumo dirigido por Alberto Garzón, vela por nuestros derechos. Lo vemos a diario con los precios de las aerolíneas, que se aprovechan descaradamente del descuento de residente para subir los precios sin que nadie haga nada. Y lo vemos también ahora, cuando los precios de los alimentos se disparan. Es cierto que desde Podemos se intentó que las grandes superficies tuvieran que vender un paquete de alimentos básicos a precio tasado, algo así como una cartilla de racionamiento, pero la iniciativa fracasó. No importa, porque Garzón es nuestro protector desde el Ministerio de Consumo. Ahora sólo falta que nos explique el consumo de qué.