Pese a todo el cacareo político en el corral del Congreso, la espuria confusión que pretenden crear los que debieran armonizar, la lucha de clases, la guerra de sexos (¡con lo agradable que es pasarlo bien!), el muy hipócrita resentimiento social de una banda radical de golfos que predica como Cristo viviendo como Dios, las referencias golpistas de una peña inculta sin sentido histórico, leyes delirantes que dejan a violadores en la calle y a ladrones con bula para malversar, un presidente que está haciendo todo aquello que prometió no hacer, etcétera, en estos días de inmensa separación de la clase política y el pueblo (separación afortunada: la calle es más inteligente y menos fanática porque vive en el mundo real), se impone el sentimiento fraternal de amor y esperanza que nació en un pesebre hace dos milenios.
La magia de la Navidad es superior a la inquina de los mequetrefes. La estrella sigue brillando en los cielos pese a los esclavos igualadores del más bajo denominador común que pretenden poner rejas al mundo. La ilusión es manantial inagotable que produce delicia eterna en quien se atreve a beber.
Y en las fechas de solsticio siempre se bebe muy a gusto en el bar. La barra es civilizada y no desea la polarización de la bancada política, así que charlamos con unos y otros sin exigir que piensen de la misma manera, tan solo que sepan beber. Que hay vida más allá de la política lo sabemos todos los que no somos fanáticos de partido, aunque los mamones de la cosa pretendan confundir y tensionar, para hacerse indispensables en su interesada división cainita.