Pronto hará un año que mi madre falleció en el Hospital Joan March, en Mallorca. Allí estuvo ingresada tres largos meses, recibiendo cuidados paliativos, pero visitada a diario por su marido y sus hijos. Si algo me llamaba la atención y me producía escalofríos a la vez, era ver cómo en estas fechas navideñas, la mayoría de habitaciones, donde había ancianos enfermos, nunca recibían visitas. A la hora de darles de comer, el personal del hospital se multiplicaba para poderles atender, porque casi ninguno era capaz de alimentarse por sí solo.
Leí el otro día que una usuaria de una residencia se lamentaba de no tener relación alguna con sus hijos y que no recibía visitas de ellos. No creo que pueda vivirse situación más triste y lamentable. A los mayores ya no sólo los excluimos de la mayor parte de procesos sociales y de servicios esenciales, con exigencias de requisitos tecnológicos fuera de su alcance. Se diría incluso que quien establece tales requisitos, a veces inhumanos, se regodea viendo la incapacidad de los usuarios y su frustración. ¡Que pidan ayuda, se humillen y sean conscientes de su dependencia de otros más jóvenes que ellos! Ahora también los castigamos cruelmente con el desprecio que supone la soledad no deseada. Aquellos que trabajan en hospitales y residencias pueden confirmar lo que digo. Es esta realidad un síntoma de la inhumanidad en que estamos cayendo a pasos agigantados como sociedad que desprecia a sus mayores. Pero la vida habrá de darnos un día una gran lección, porque todos seremos algún día ancianos y habremos de probar el amargo jarabe que ahora nosotros recetamos generosamente a otros, más débiles e indefensos. Un día seremos nosotros los débiles. Ya verán qué risa. Y qué soledad. Y qué tristeza.