Permítanme que por unos minutos me convierta en un Pepito Grillo y me adentre en el terreno de la utopía. Que escriba desde el corazón y el sentimiento y no desde la racionalidad que se presupone a los que escriben textos de opinión en los medios de comunicación. Y es que creo humildemente que el rescate del Titán y la tragedia que se ha vivido hace apenas unos días frente a las costas de Grecia han demostrado el doble rasero que tenemos en Occidente para valorar y catalogar las cosas. Y también porque no, el de los periódicos, las radios o las televisiones para decirle al potencial lector, oyente o televidente, sobre lo que tiene que estar informado.
Estos dos temas nos han dado de bruces con la realidad demostrándonos que para bien o para mal, el naufragio de 81 migrantes y la desaparición de otros 500 en aguas del mar Jónico no importa lo mismo que los cinco tripulantes que viajaban en un submarino de lujo para hacer turismo y disfrutar de vistas privilegiadas de los restos del Titanic, previo pago de una millonada por tal acontecimiento. Será tal vez porque estos últimos tienen mucho más glamour que los que partieron desde Libia a bordo del Adriana para intentar llegar a la costa italiana en busca de un mundo mejor que no lo es tanto cuando consiguen poner pie en tierra.
Como periodista que soy me resulta sorprendente y hasta vergonzoso ver como los medios de comunicación han destinado tanta atención mediática al submarino Titán, contando cada hora, minuto o segundo de su operación de rescate, mientras que el tema de migrantes desaparecidos prácticamente no ha existido. Y como persona me duele sobremanera la tremenda diferencia de medios en una y otra búsqueda dejando las autoridades competentes en el caso de los migrantes fuera el propio mar el que devolviera los cuerpos sin vida tras el naufragio.
Además, todo esto me parece aún más duro si tenemos en cuenta que desde el primer momento los expertos alertaron de que las posibilidades de encontrar con vida a los tripulantes del submarino eran realmente escasas, mientras que las de los que viajaban a bordo del Adriana hubieran sido mayores si se hubiera actuado a tiempo. Posiblemente no se les hubiera salvado a todos pero es que oiga, estamos hablando de más de 500 personas procedentes de Siria, Egipto, Pakistán y otros países y que posiblemente también habrían pagado una gran cantidad de dinero, aunque no para ver los restos de un naufragio sino para llegar a tierra y empezar de nuevo huyendo de lugares a los que la mayoría no quiere regresar.
Vaya por delante que no soy un experto en náutica ni en tratados ni relaciones internacionales. De hecho no soy experto en casi nada pero no logro entender como en este caso el gobierno de Grecia no llegó a tiempo para salvar a los migrantes y apenas destinó a los trabajos de salvamento un helicóptero, una fragata de la marina y tres barcos. Hay quien dice que fue el Adriana el que rechazó la ayuda antes de volcar pero me resulta extraño que una guardia costera de un país soberano de la Unión Europea no se acerque al menos a ver que estaba pasando antes del trágico resultado que todos conocemos. Ahora llegarán las informaciones contradictorias, los balones fuera y los ataques de unos y de otros, pero mientras se depuran responsabilidades, escuchamos versiones de gobiernos, ONGs y periodistas independientes, y paga la culpa algún funcionario de medio pelo tras algunos detenidos por tráfico de personas, en apenas unas semanas nadie se acordará de aquellos que una vez más han convertido el mar en la mayor de las fosas comunes.
Todo lo contrario que el caso del Titán. Según los guardacostas de Estados Unidos el contacto con el sumergible se perdió antes de que se cumplieran dos horas de su inmersión y rápidamente desde Canadá comenzaron complicadas tareas de rescate a las que se sumaron medios de vigilancia, aviones, barcos militares y hasta buques equipados con robots submarinos de última generación. Incluso, hasta el lugar de donde partió el submarino, llegó un barco de Canadá con personal médico y hasta una cámara de descompresión.
Finalmente, el mar ha vuelto a ser implacable demostrando que como decía una persona que conocí, no hay que temerlo pero si respetarlo. No entiende de grandes fortunas, de linajes, de inversiones y ni siquiera de si has invertido más o menos en tu viaje, que como quiera ir contra ti lo hará y lo normal es que salga victorioso. Todo lo contrario de una sociedad occidental y unos medios de comunicación que una vez más han demostrado que sigue habiendo ciudadanos de primera, de segunda y de tercera. Y, sobre todo, que nos guste o no, importa más una expedición turística para disfrutar con los restos de un navío que se hundió en aguas de Terranova en 1912 que aquellos que viajan hacinados en cáscaras de nuez intentando llegar a nuestras fronteras. Una pena, porque al final, en el fondo del océano, no hay diferencias