El pianista Daniel Baremboim y el filósofo Edward Said juntaron a músicos palestinos e israelíes, árabes y judíos en la orquesta West-Eastern Divan, que lleva tocando desde 1999. Además de hacer muy buena música por todo el mundo, su objetivo siembra armonía y valores humanistas para superar el odio ancestral en Tierra Santa, lugar de culto y peregrinación para las tres grandes religiones monoteístas que adoran al mismo Dios con credos diferentes.
Por desgracia ahora se escuchan más los tambores de guerra. Los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgan de nuevo –¿alguna vez han desmontado?— y el horror bélico amenaza con extenderse mundialmente gracias al fanatismo y la venganza; también por intereses económicos, pues para algunos la guerra es el mayor de los negocios y campo especulativo de alianzas inesperadas.
Hay imágenes y testimonios que hielan la sangre. «Nunca el crimen será a mis ojos un objeto de admiración ni un argumento de libertad; no conozco nada más servil, más despreciable, más cobarde, más obtuso que un terrorista», escribió desde sus Memorias de Ultratumba el vizconde de Chateaubriand. Y creo que toda mujer y hombre de honor y buena voluntad está de acuerdo.
El fin no justifica los medios. Sería como regresar al motto asesino «Nada es verdad, todo está permitido», que siguen los dirigentes perversos. El Levante ha sido cuna de civilización y religiones, también de guerras atroces y estúpidos fanatismos.
Mientras dirigía el concierto de Año Nuevo en Viena, Baremboim pidió paz y justicia humana para Oriente Próximo. Indudablemente su música ha dado esperanza y ayudado a muchos a entenderse, pero hoy el odio dirige y desafina con fuerza tremenda.