Regreso dentro de tres días. ¡No te laves!». Así escribía Napoleón a su mujer, la hermosa criolla Josefina. El emperador deseaba cambiar los aromas de la pólvora por otros más íntimos y gongorinos: A batallas de amor campo de pluma.
Napoleón regresa de nuevo, esta vez a la pantalla. Iré a verla al Regio armado con petaca de coñac, sin exigir fidelidad histórica, tan solo entretenimiento, pues impresiona el barullo que sigue armando el pequeño y meteórico gran corso, tan admirado por los rompetechos del planeta. En Guerra y Paz Tolstoi retrata a Napoleón como un aventurero advenedizo y mentiroso que incendió Europa para mayor gloria de su vanidad. El Danubio de Claudio Magris recoge el rumor de su eiaculatio praecox, lo cual explicaría su moderna fiebre de la acción, que destruye el instante en su impaciencia por avanzar.
Pero antes que Napoléon me quedo con su hermana Paulina, cuyas conquistas amorosas la hicieron merecer el título de Venus Imperial («entre ella y Josefina se trajinaron toda la Grande Armée», acusan los puritanos cabestros que las tachan de ninfómanas, como si eso fuera un insulto). Casó primero con el general Leclerc, quien sobrellevó las infidelidades con la dulce despreocupación de la ingenuidad. Lo acompañó a Haití para aplacar la rebelión de Toussaint Louverture, enamorando a negros, magos y esclavos, como retrata Alejo Carpentier en El Reino de este Mundo. Ya viuda alegre, la casaron con el príncipe Camilo Borguese. Y naturalmente el romano también tuvo que aguantar una formidable cornamenta con la que podía arar las milenarias calzadas de sus antepasados.
Cuando Napoleón cae, es la coqueta Paulina la única de sus hermanos que permanece a su lado, vende sus joyas para ayudarle, lucha por su vuelta. Ella amaba sin medida pero era leal, bendita ondulación esculpida por Canova.