LTenemos, en España en general y en Ibiza en particular, un problema, el de la vivienda, que está perjudicando gravemente a todos los sectores y que se ha convertido ya prácticamente en lo único que nos preocupa. Hasta no hace mucho tiempo, la clase política, ante una situación como esta, anunciaba a bombo y platillo la creación de una mesa de estudio o de una comisión de la que, decían, saldrían las soluciones. La mayoría de estas cosas no servían para nada pero el ciudadano tenía, al menos, la impresión de que algo se hacía.
Hoy la situación es diferente. El problema es tan grave y nos afecta a tantos que no parece que sea posible acabar con él. Y eso que, desde la calle, la gente, esos que votamos cada cuatro años y pagamos la fiesta a diario, sí que vemos soluciones. Pero todas pasan por la valentía de aplicar medidas ante las que muchos se rasgarían las vestiduras al grito de «¡bolivarianos!». Y, por desgracia, son esos «muchos» los que realmente importan.
Mientras tanto, nos escandalizamos ante los reportajes y noticias que evidencian la salvajada del mercado inmobiliario en la isla. Pero no pasamos de ahí. No podemos, es evidente. La pregunta es si tampoco queremos. Hay medidas, las hay. Y también hay razones inconfesables para no aplicarlas. Está claro que nadie se va a tirar piedras sobre su propio tejado. Y también que aquello que sí se hace nos lleva irremediablemente a estándares de vida que hasta hace dos días hubiéramos considerado tercermundistas. Cómo nos reíamos de aquella ministra socialista que apostaba por pisos de protección oficial de 30 metros cuadrados…
¿Hay soluciones? Sí. ¿Hay valentía? No tanta. Lo que hay, por desgracia, son toneladas de resignación y la esperanza de que algún día cambien las cosas por arte de magia o por desgracia.