Un objeto volador no identificado, de 20 km de superficie y procedencia interestelar, se acerca a la Tierra. ¿Vaga por el espacio en busca de un planeta cachondo donde divertirse o viene en son de guerra? Una mente brillante como Stephen Hawking ya aseguró, con clásico complejo anglocabrón, que tal visita era poco deseable, que si los alienígenas llegaban a nuestro planeta se comportarían como los españoles en el Nuevo Mundo. Tal es la hipocresía británica que critica el mestizaje hispánico, mientras los bárbaros del pudding de Yorkshire preferían el exterminio por ser alérgicos a encamarse con las indias.
Como soy optimista mientras no se demuestre lo contrario, gusto confiar que el romance galáctico sea estimulante. Que la raza alienígena sea gozadora y hermosa. Al menos deben ser inteligentes para desarrollar la tecnología que permite navegar espacios siderales. Aunque eso no es garantía de buena voluntad, por supuesto. Tal vez las mayores crueldades de la Historia se produjeron tras los avances de la revolución industrial y las teorías evolutivas de Darwin, donde solo el más fuerte sobrevive.
Pero los extraterrestres ya danzan entre nosotros. Recuerdo un amanecer en las montañas austriacas cantando con orgullosos urogallos. Gracias a la petaca de coñac habíamos perdido el rastro de un prodigioso venado cuando vimos un ovni a distancia de tiro. Apunté con el rifle pero el guía bajó mi arma diciendo: «Llevan mucho por aquí y son pacíficos». Luego señaló la petaca y añadió: «Y no hace falta contarlo, pues nadie nos creerá». Y qué decir del Vedrá, donde tantas luces extrañas se avistan. Sigo pensando que es una puerta dimensional que he estado a punto de cruzar varias veces en hobbiecat. Cosa que no haré voluntariamente hasta saber que en los otros mundos también beben vino.