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Los muelles de Goon

| Ibiza |

Se cumplen 40 años del estreno en España de Los Goonies, una película estadounidense dirigida por Richard Donner y producida por el inigualable Steven Spielberg convertida en un film de culto de los 80 que entrelaza el humor, el terror y la aventura hasta convertirse en una obra maestra de la historia del cine apta para todos los públicos. La cinta narra las andanzas de una pandilla de amigos de lo más friki que viven en la localidad de Astoria, en Oregón, junto a los Muelles de Goon. Sus padres, que no pueden afrontar las deudas contraídas y garantizadas con sus viviendas, sufren el acoso de los acreedores que pretenden ejecutar de forma inmediata el embargo que las grava ante la falta de pago, adjudicárselas, derruirlas y construir en su lugar un lujoso campo de golf, lo que obligaría al grupo a tener que separar irremediablemente sus caminos mudándose a vivir a otras ciudades. Pero tras encontrar en el desván de uno de ellos un mapa junto a un doblón de oro indicando la ubicación del tesoro del pirata Willy el Tuerto, los siete jóvenes emprenden su búsqueda en una trepidante y divertida aventura, al ritmo de los temas de Cyndi Lauper, que les conducirá a enfrentarse a los Fratelli, una familia de peligrosos atracadores que también persigue el botín.

Es cierto que tan solo se trata de la historia de un grupo de niños en busca de un tesoro para el mero divertimento del público en general como otras tantas películas de la época. Pero son muchas las lecturas que se esconden tras este éxito cinematográfico que deja entrever preocupaciones sociales y políticas del momento propias del mandato de Ronald Reagan y que se encuentran todavía muy vigentes en la actualidad, en especial en nuestras islas dadas sus peculiares características.

Fundamentalmente, que el verdadero malo de la película no es ninguno de los integrantes de la temible banda de delincuentes que intenta poner difíciles las cosas a los chavales, sino la especulación inmobiliaria sin escrúpulos que se ha extendido como la peste y que aquí alcanza a limitar la posibilidad de acceso a una vivienda digna con opciones reales de poder abonarla sin convertir a sus propietarios en perpetuos morosos sobre los que recaerá para siempre la peligrosa espada de Damocles. Sí, esos promotores codiciosos y desalmados que, como los que también querían acabar con el barco de Chanquete en Verano Azul para construir apartamentos turísticos, pretenden enriquecerse sin límites en clara muestra, una más, del capitalismo desaforado y desbordante imperante por estos lares.

Parece que nunca es suficiente. El precio de venta de las viviendas de nueva construcción se ha triplicado sobre la pretendida e irreal base del proporcional aumento de los materiales y costes de construcción debido a causas tan demodé como pudieran ser el Covid19 o la guerra de Ucrania. Que una vivienda de tres habitaciones que hace cinco años no superaba los 400.000 euros ronde ahora, cuando no los supere, los 800.000 euros, es para hacérselo mirar, porque ya me dirán cuánto deben ganar los futuros e incautos adquirentes para meterse en un préstamo hipotecario cuya cuota va a superar fácilmente los 3.000 euros mensuales, demás gastos aparte, por un periodo de tiempo equivalente a un eón. Y sí, es cierto que los materiales y costes se han incrementado con el paso del tiempo, no cabe duda. Pero en ningún caso un incremento de un 20% aproximado de aquéllos puede justificar tal salvaje aumento del precio de venta. La consecuencia no es otra que la imposibilidad del común de los mortales de adquirir y establecerse de forma definitiva en un lugar necesitado de retener a toda costa la mayor cantidad posible de mano de obra con conocimientos técnicos y especializados.

Venderse las viviendas se venden, eso sí. De hecho, vuelan. Y cuanto más caras son, más rápido desaparecen. Pero en su práctica mayoría para pasar a manos de grandes capitales nacionales o extranjeros que tan solo pretenden hacerlas servir como segunda residencia de carácter vacacional o como simple elemento especulativo o de ahorro, lo que a la colectividad no le reporta beneficio alguno, sino más bien todo lo contrario. ¿Qué les espera a nuestros hijos? ¿en algún momento podrán adquirir una vivienda? ¿continuarán estudiando y esforzándose para ello aun a sabiendas de que no lo conseguirán? Si ni sus padres, profesionales estudiosos y con buenos puestos de trabajo, lo pueden conseguir ¿cómo lo harán ellos? Más que nada porque, muy probablemente, las herencias que reciban sean manzanas envenenadas cargadas de deudas. Y es que la tradicional clase media, con profesiones cualificadas y retribuciones holgadas que daban para mantener una vida acomodada, prácticamente ha desaparecido de nuestra sociedad. Ahora, o vas más bien justito o quemas el cash a cascoporro, no hay término medio.

Pero nada, parece no importarle a nadie esta desposesión sistémica que conlleva una pérdida de identidad de los individuos que conforman una comunidad. Tampoco la más absoluta desaparición de elementos de arraigo que configuran en toda su dimensión la creación de un pueblo. Solo importa el lucro, la especulación y el lujo, nada más. Y lo más preocupante de todo esto es la desidia de una población resignada irremediablemente a su suerte, que malvive abonando cantidades ingentes en concepto de alquiler de viviendas o de meras habitaciones, que habita en autocaravanas o en poblados chabolistas o que, en otros muchos casos, simplemente se ve abocada a tener que recoger sus bártulos y marcharse a otro lugar donde probar mejor suerte como pensaban hacer los padres de los Goonies. Eso sí, por el camino quedaran años de convivencia, amistades, familia, sueños y experiencias. Todo sea por sobrevivir, eso está claro, pero al menos habría que preguntarse quién pierde más ¿los que se van o los que permanecen? Piénsenlo, porque el altísimo coste de la vida y el lujo desmedido que nos inunda, destinado tan solo a unos pocos, va a terminar dinamitando la vida de otros muchos y, lo más preocupante, del conjunto de las islas tal y como las recordaban. Los vecinos serán auténticos desconocidos y los barrios simples lugares de paso carentes de alma. Tiempo al tiempo.

Tras diversas peripecias los jóvenes Goonies finalmente descubren el tesoro de Willy el Tuerto con la inestimable ayuda de Sloth, un simpático Fratelli deforme al que le encanta el chocolate y que es maltratado por sus despiadados hermanos. Los diamantes que consigue rescatar Gordi del galeón al introducirlos en una bolsa de canicas suponen la solución definitiva a los problemas económicos de sus familias consiguiendo con ello salvar a todo el barrio de los Muelles de Goon que perdurará unido. Los protagonistas de la película enseñan de forma entretenida que merece la pena luchar por defender lo propio frente a la injerencia externa. No rendirse nunca y perseverar en el esfuerzo adoptando medidas realmente eficaces que redunden verdaderamente en la colectividad. Solo así podrá evitarse la pérdida de la idiosincrasia de todo un pueblo y la destrucción de los lazos que cohesionan a sus integrantes. Todavía no está todo perdido, porque ya saben que los Goonies nunca dicen «muerto».

1 comentario

Gatobardo 1 Gatobardo 1 | Hace 4 meses

¡¡ Bravo !!

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