La inmigración irregular que llega a Baleares se ha convertido en motivo de trifulca política. Mientras unos y otros se tiran los trastos a la cabeza y se enzarzan en vergonzosas discusiones sobre reuniones bilaterales o multitudinarias, la realidad la tenemos ahí y no parece que realmente preocupe en exceso a quienes debería preocupar.
Los inmigrantes, nos dicen, no se quedan aquí porque su objetivo es llegar a otros puntos de Europa. Pero basta pasear por ses Figueretes o por cualquier playa para ver cómo la afirmación no es del todo cierta. No solo nos mienten sino que obvian una realidad que tarde o temprano les caerá encima como una losa.
Y no hablo precisamente de inseguridad. Hablo de cosas tan obvias como que, si esta gente está trabajando, y muchos lo están, será necesaria su legalización para que puedan trabajar en las mismas condiciones que el resto. Esto solo se lo he visto pedir en voz alta al alcalde de Guissona, Jaume Ars (Junts), que a finales de 2023 exigió al Gobierno de Sánchez que agilizara la regularización de 61 senegaleses que habían llegado en pocas semanas al municipio y a los que el Ayuntamiento no podía atender y las empresas no podían contratar por carecer de papeles.
La inmigración irregular beneficia a las mafias, es cierto. Pero también a quienes se aprovechan de la falta de papeles para dar trabajo en negro a personas que están desesperadas. Y, en nuestro caso, está siendo especialmente beneficiosa para esas empresas a las que administraciones como el Consell están pagando millonadas por hacerse cargo de las tutelas de los menores extranjeros no acompañados. Tiene guasa eso de la tutela privatizada. Que una sola entidad mercantil se lleve casi 14 millones por gestionar 32 plazas de menas es repugnante. Construir un colegio cuesta 10 millones de euros. Levantar 66 pisos públicos en Isidor Macabich, 11 millones. Nos engañan de la peor de las maneras y, encima, nos hacen sentir mal por criticarlo.
Alguien que se atreve con la verdad.