Hace muchos años tuve la desagradable experiencia de tener que tratar con una talibana de los gatos en la Costa Brava. Financiada por el ayuntamiento del lugar, la individua había decidido que una esquina del jardín de la casa en la que estábamos tenía que ser sí o sí una colonia felina. Así que cada viernes, cuando llegábamos, aquello era un festival de michis. Hasta 20 ronroneando por el jardín llegamos a contar en una ocasión. Harta de que aquella loca creyera que su visión gatuna estaba por encima del derecho de mi familia a disfrutar de nuestra casa, acabé por enfrentarme a ella (mal, lo sé). Fue efectivo. Nunca más se le volvió a ocurrir tumbar la valla para poner comida, bebida y camitas para la fauna felina de la urbanización.
Reconozco que desde entonces le tengo cierta manía a estos colectivos que creen que los gatos son como hijos pequeños a los que cuidar pero siempre con los recursos de los demás. Son la versión animalista de personajes como la Thunberg. O de las talibanas de la teta que pululan por las maternidades amargándole la vida a quienes prefieren tirar de biberón. Insufribles.
El problema de esto es que dan titulares. Y, claro, nada teme más un político que un titular en contra. Así, mientras científicos como Miguel Clavero o universidades como las de La Laguna alertan sobre el peligro que suponen los gatos para reptiles como las lagartijas, en Ibiza se emprende una cacería contra el coordinador del COFIB en la isla, Víctor Colomar, por decir lo mismo. Según los cálculos del estudio realizado por investigadores de la Universidad de La Laguna, los felinos domésticos matan cada año cerca de 1,7 millones de animales en Gran Canaria. De estos, se calcula que más de 630.000 son reptiles. Que yo sepa, los gatos son gatos aquí y en Sebastopol. Garfield no existe en el mundo real y los gatos no subsisten a base de lasaña. Son depredadores natos, aunque lleven cascabel rosa.