Ibiza no sólo está sucia y colapsada, sino que también está seca. Por ello, llama la atención que se siga permitiendo la llegada de cruceros a nuestro puerto. Más allá de enriquecer las arcas Ports IB, el gasto de sus miles de pasajeros es inversamente proporcional a la saturación y al derroche de agua de nuestros acuíferos que generan.
Cada vez que uno de estos colosos atraca, miles de pasajeros descienden en estampida. En cuestión de minutos las calles, taxis y terrazas se saturan, y la ciudad colapsa como un ordenador del 98 intentando abrir veinte pestañas de golpe. Los servicios municipales, pensados para una pequeña ciudad mediterránea, deben absorber de pronto a una población equivalente a un municipio entero. El resultado: colas eternas para una simple agua con gas y esa atmósfera de ‘estado de sitio turístico’ que algunos llaman progreso.
Los cruceros no sólo vienen sedientos de sangría y fotos; exigen también miles de litros de recurso hídrico que la isla ya no puede regalar. Mientras los residentes sobrevivimos entre desalinizadoras y restricciones, los barcos beben de los acuíferos como pajitas gigantes insertadas en un vaso casi vacío. Lo llaman abastecimiento; otros lo llamamos expolio líquido.
Y la paradoja: cada ducha rápida en un camarote equivale a varios días de ahorro doméstico de un ibicenco. El visitante desembarca convencido de que Ibiza es un buffet infinito de agua, sol y autenticidad, ignorando que la factura real no se paga con la pulsera del ‘todo incluido’, sino con el futuro de la isla.
Celebrémoslo: Ibiza, joya mediterránea convertida en gasolinera y abrevadero de moles turísticas. Porque, ¿qué es la sostenibilidad frente a la misión sagrada de permitir que 5.000 turistas compren un imán de nevera en seis horas?