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¡Ah, Gabrielle!

| Ibiza |

«Después de mí, el diluvio», confesó Luís XV a su amante y alcahueta, la marquesa de Pompadour, cuyas turgentes y redondas tetas sirvieron de molde coqueto y generoso para las copas de champagne antes de la moda de las tristes estrecheces de las copas aflautadas, las cuales vaya usted a saber de dónde vienen. El diluvio al que se refería el cachondo rey galo tomó forma de revolución sangrienta, con todo el mundo llamándose ciudadano y cortando cabezas por doquier, hasta que un pequeño corso de gigantesca ambición se proclamó emperador y montó su corte particular. Es lo que pasa con esto de los diluvios, que nunca llueve a gusto de todos. En la prensa inglesa definen a las inundaciones dejadas por Gabrielle como «bíblicas». Naturalmente que los periodistas anglicanos, tan aficionados al Viejo Testamento, ya estarían calculando si en Ibiza, como en Sodoma y Gomorra, se podían encontrar diez hombres justos. Ignoro cómo iban las apuestas mientras Gabrielle nos caía a chorros pero, entre los bebedores pitiusos, había cierto alivio porque ya se había celebrado la vendimia. Si el año pasado las uvas doradas fueron devoradas por las torcaces y dejaron sin vino payés hasta San Mateo, otro año a palo seco hubiera desatado una revolución. Para la sequía del campo, Gabrielle ha sido como un reconstituyente Bullshot en la resaca del bebedor. Pero en Vila la cosa se puso muy peligrosa, tremenda, caótica; casas, comercios y calles anegadas (y metro y medio de agua dentro del taller de mi admirado Antonio Villanueva, refugiado en un altillo). Ya ha salido el Sol y reanuda el jolgorio, pero toca ir todos a una para que las ayudas lleguen. Y agradecer a los valientes por su labor de salvamento en una situación de emergencia.

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