Nápoles, capital de la región de la Campania al sur de Italia, no solo es conocida mundialmente por el Vesubio, la Camorra, la pizza napolitana o por tener un altar en honor del mismísimo Diego Armando Maradona. También lo es porque, en la que fuera capital del Reino de las Dos Sicilias, nació una de esas tradiciones tan solidarias como atípicas en estos tiempos tan convulsos que nos han tocado vivir. Y es que en el barrio de Sanitá de la capital napolitana, cuando alguien tenía una buena noticia o algo que celebrar, se tomaba su café, lo pagaba y dejaba abonado otro para que cualquier desconocido que acudiera después al establecimiento, y no dispusiera de recursos suficientes para poder permitírselo, pudiera hacerlo. El camarero escribía en una pizarra de tizas los cafés pagados por los clientes, que quedaban a disposición de otras personas, y posteriormente los iba tachando de la misma conforme se servían a quienes, necesitados, preguntaban por la posibilidad de tomar uno de ellos.
No llega a saberse con exactitud, aunque, la verdad, importa más bien poco, si el nacimiento de esta curiosa costumbre se sitúa en el siglo XVII, en medio de la crisis política y social que asediaba al país transalpino, o en los años posteriores a la cruel Segunda Guerra Mundial, cuando la solidaridad se convirtió en arma esencial entre los vecinos para superar las penurias propias de la época de postguerra. Porque esta idea, denominada localmente como caffè sospeso, lo que se traduce como café pendiente o en espera, se convirtió rápidamente en un aplaudido acto de solidaridad y generosidad popular completamente anónimo que se extendió como la pólvora, no solo a otras ciudades italianas, entre ellas la siciliana Catania y sus famosos quioscos como el de Giammona o del Borgo, sino a países de todo el mundo como Canadá, Australia, México, Colombia, Argentina, Perú, Uruguay o Chile, incluido también el nuestro, donde destacó el emblemático Café Comercial de la capital madrileña.
No se trata de un simple acto más de limosna, beneficencia o caridad de los muchos que proliferan exclusivamente en estas felices fechas navideñas en las que nos embriagan y saturan los actos de solidaridad y buenas intenciones que quedan rápidamente en el olvido con la llegada del año nuevo, sino del mero placer de compartir un café caliente en cualquier época del año con alguien a quien no conocemos ni conoceremos, teniendo en todo caso la certeza de que nuestra inversión servirá para procurar un momento agradable y de distracción a quien no puede permitirse ese rito sagrado convertido en auténtico lujo. Evidentemente, es algo que hace feliz a quien lo recibe, faltaría más. Pero no duden que más aun a quien de forma desinteresada lo realiza, pues no deja de ser una buena manera de compartir la suerte en la vida con alguien que lo necesita, seguramente en mayor medida. Una muestra de apoyo y camaradería humana desinteresada que reafirma los valores que conforman una verdadera comunidad estrechamente unida. Un pequeño gesto cómplice con un enorme impacto en la vida cotidiana de nuestros conciudadanos. Una mínima inversión que nos hace formar parte de algo más grande. Un detalle sin importancia que realmente sí la tiene. Y no, no se trata de cambiar la vida de las personas, ni mucho menos, pero sí de hacer más llevadero su día, porque recuerden que ya decía Willian Shakespeare que «sufrimos demasiado por lo poco que nos falta y gozamos poco por lo mucho que tenemos».
Esta modalidad filantrópica tan sencilla como efectiva, que sirve de ayuda a los menos favorecidos y fomenta la inclusión y la cohesión social de una comunidad, fue plasmada en la película documental que, con el título de «Café pendiente», dirigieron Rolando Santos y Fulvio Iannuci en 2017, en la que se narra de forma precisa cómo este gesto solidario provoca otro en quien lo recibe y otro en quien lo replica, y así, sucesivamente, hasta el infinito y más allá. También el notorio escritor italiano Luciano de Crecenzo, que adquirió fama en nuestro país con su imponente «Historia de la filosofía griega», se refiere a esta preciosa costumbre en su obra «El café pendiente: sabiduría diaria en pequeños sorbos» describiéndola de forma precisa al afirmar que «es como ofrecerle una taza de café al resto del mundo». Incluso desde 2011, coincidiendo con el día mundial de los Derechos Humanos, se celebra cada 10 de diciembre el día del café pendiente en reconocimiento de una tradición que representa un sentimiento de amor incondicional hacia una humanidad indeterminada.
En definitiva, se trata de una bonita costumbre que podría instaurarse entre los negocios de nuestras islas para fomentar en ellos la solidaridad, mucho más cuando resulta sorprendente la afición al consumo en las cafeterías locales que puede observarse a diario, abarrotadas en su práctica totalidad a cualquier hora del día, sirviendo como lugar de encuentro, unión y desconexión a vecinos de todas las edades. Como no, solo se necesita contar con establecimientos de confianza y con clientela entregada a la causa, porque ya saben que conforme está el patio por estos lares no faltarán candidatos que precisen disfrutar de estos calientes cafés pagados. Y piensen que, en todo caso, esta iniciativa no tiene por qué quedar limitada a un simple café. Sin ir más lejos en Francia pueden encontrarse hasta 128 panaderías que ofrecen a sus clientes la posibilidad de dejar pagado el pan a personas necesitadas y sin recursos, lo mismo que también viene haciendo desde hace años una panadería de la localidad valenciana de Moncada. Y es que no deben olvidar que, como ya refería el mítico Luciano de Crescenzo «El café es una excusa. Una excusa para decirle a un amigo que lo quieres», porque, como también señalaba este eterno escritor napolitano «no podemos cambiar el mundo, pero sí nuestra manera de verlo». Ya ven, solidaridad en una simple taza de café. ¡Feliz Navidad!