El padre de María Cardona (Mallorca, 1923) falleció a los 15 días de su nacimiento y su madre retornó con ella al domicilio de sus suegros en Sant Ferran de ses Roques (Formentera), donde ha pasado el resto de su vida.
—¿A usted ya no le da vergüenza decir su edad?
—No me da ninguna vergüenza, ni mis arrugas tampoco. A esta edad le puedo decir que no matan ni los disgustos ni la ansiedad, lo único que mata es la muerte.
—¿Nació usted en Palma de Mallorca?
—Así es, soy mallorquina aunque a mí me gusta ser de Formentera y así me siento. Mi padre murió cuando yo tenía 15 días; no nos hemos conocido, por desgracia. Y su padre, mi abuelo, nos fue a buscar a mi madre y a mí y nos trajo a Formentera.
—¿Y por qué vinieron a Formentera?
—Mi madre no tenía trabajo, no tenía con qué alimentarse y mis abuelos nos acogieron. Pero cuando yo tenía ocho meses, mi madre cambió de idea y volvió a Mallorca y me dejó con los abuelos.
Por lo visto yo lloraba de día y de noche, me faltaba mi madre y me faltaba su pecho para poder alimentarme. Mis abuelos intentaron darme leche en cuchara o en un vaso, pero no había manera, lo intentaron todo y estaban desesperados hasta que mi abuelo tuvo la idea de que me amamantase una cabra.
—¿Una cabra?
—Sí, la cabra tenía un cabritillo que ya comía hierba y mi abuelo decidió probar suerte ante la desesperación. Lavaron muy bien las mamas de la cabra ¡y vaya si me enganché! Me contaban que mamaba con desesperación. Aquello me salvó la vida hasta que empecé a comer sólido.
—¿Cómo era aquella Formentera de los años 20?
—¡Uyyyyy! En este momento tengo la sensación de haber vivido 14 vidas. Han sido tantos años. Cuando yo era pequeña, Formentera era tan diferente... no se lo pueden ni llegar a imaginar. La isla era muy tranquila no había demasiadas cosas, así que cuando estalló la Guerra Civil (1936) estábamos aterrados. Nunca habíamos visto un avión y el cielo se llenaba cada día de aviones militares arriba y abajo; teníamos mucho miedo y nos escondíamos como podíamos. Recuerdo que mi abuelo subía a la azotea y ponía una bandera blanca.
La Guerra Civil trajo miseria y falta de comida a Formentera; no había de nada. No teníamos tierra, pero por fortuna nuestros vecinos eran muy buenas personas y nos dejaban cultivar en sus tierras y vivíamos de lo que cultivábamos: lentejas, habas, garbanzos, guisantes, un poco de todo.
—¿Tenían ustedes animales?
—Sí, mis abuelos tenían cabras, ovejas, palomos, conejos, gallinas y un cerdo para poder hacer una matanza cada año. Piense que no había aceite y guardábamos aquella xuia para trempar y teníamos reservas para todo el año.
El día de las matanzas era una gran fiesta. La gente en aquel tiempo era muy familiar, nos juntábamos todos y hacíamos una gran comida. Sabíamos pasarlo bien, reír, bailar y cantar sin gastar ni un duro porque no había.
—¿Y usted sabía cantar?
—¡Sí! En aquel tiempo cantaba como una cigala. Hace muchos años que dejé de cantar, cuando faltó mi marido hace 19 años y perdí a mi nieto con tan solo 22 años. Esas dos pérdidas me afectaron mucho. Mi nieto era muy cariñoso y responsable y fue un golpe muy duro.
—¿Cuántos hijos tiene usted?
—Tres hijas y un hijo. Mi hijo tiene 75 años, la hija mayor tiene 71, la siguiente tiene 67 y la pequeña solo tiene 57 años. 10 años después volvimos a ser padres sin haberlo previsto y nos fue muy bien. Los otros ya se habían marchado y nos habíamos quedado solos, así que fue muy bienvenida.
—María, ¿de qué vivían ustedes?
—He trabajado toda mi vida. Cuando vinieron los alemanes que empezó a haber mucho trabajo; me dedicaba a blanquear las casas y cuando llegaba a la mía me habían dejado montones de ropa para coser y me ponía frente a la máquina toda la noche para que estuviese a punto por la mañana. Por la mañana volvía a salir para seguir blanqueando más casas y me llevaba para comer un boniato hervido y bien rico que estaba.
Mi marido tuvo un accidente y no podía trabajar y era lo que había; tenía que tirar de la casa.
Cuando mi hija mayor creció me ayudaba mucho y al llegar a casa tenía la cena hecha. Fueron tiempos de mucho trabajo para salir adelante; esta casa eran solo dos habitaciones pequeñas, no teníamos ni baño ni cocina y poco a poco fuimos saliendo adelante. Esa ha sido mi vida, trabajar honradamente.
—¿Cómo vivió usted la llegada del turismo?
—Aquello fue una revolución inimaginable. No había trabajo, había miseria y de repente empezaron a venir alemanes y a comprar terrenitos y construir casas y gracias a ello nosotros tuvimos trabajo y dinero. Empezó a llegar comida de fuera de la isla y maquinaria para el desarrollo.
El turismo ha sido la riqueza de Formentera, pero para muchos será la perdición de la isla. Formentera se está malvendiendo y perdiendo su identidad, tradición y costumbres, frente a la llegada de otras maneras de hacer las cosas, que nada tienen que ver con nosotros, a cambio solo de dinero. No se trata de despreciar a nadie, pero Formentera debería seguir conservando su esencia, siendo un territorio donde todo el mundo es bienvenido. Así fue con los alemanes, ellos respetaban y compartían nuestra forma de vida.