Fernando Monge (Tánger, 1958), es una de las figuras del mundo audiovisual en Ibiza, donde llegó a mediados de los años 70 con un cepillo de dientes colgado al cuello como único equipaje para sentir «que había llegado a casa». Casa a la que llegó tras haber vivido los años 80 en Los Ángeles, divulgando y llevando a la práctica los conocimientos sobre fotografía y cine que aprendió en EE.UU.
— Usted hace años que es un ibicenco más, pero ¿de dónde venía antes de serlo?
— Bueno, yo soy de Bilbao. Pero como los de Bilbao nacemos dónde queremos, yo nací en Tánger. La razón fue el trabajo de mi padre, Fernando, que era en una empresa de importación y exportación y le destinaban a distintos lugares. Antes de volver a Bilbao, cuando tenía 6 años, también estuvimos un tiempo en Canarias. Pero apenas tengo recuerdos de esos tiempos. La mayoría de mis ocho hermanos nacieron en Bilbao. Mi familia era la típica de clase media de esos tiempos, seria y religiosa, de misa todos los domingos. Mis padres eran de la generación de los hijos de la guerra.
— ¿Cómo fue su infancia en Bilbao?
— Eran tiempos en los que la educación era franquista y católica. De hecho fui monaguillo y por eso estuve en la Escolanía. Más tarde fui al instituto, las monjas Teresianas, que eran de lo más progresista que se puede en un entorno católico (iban de paisano y fueron las primeras en tener el instituto mixto). Una de ellas, que se salió de monja, un día nos invitó a su casa para proponernos entrar en el Frente Polisario. Fíjate tú.
— ¿Ya tenía conciencia política?
— Tener conciencia política, en el País Vasco, viene de serie. Siempre ha sido un lugar muy político por la historia que ha vivido y veníamos del franquismo, donde hubo mucha represión, además de que ETA estaba en pleno auge. Yo empecé a militar en movimientos de objeción de conciencia y de no violencia con unos 15 años, que fue cuando empecé a tener más conciencia política. Era la misma época del despertar sexual y de mis primeros escarceos con el arte, que fueron con la poesía. La poesía fue mi vehículo para redimirme de la educación religiosa que recibí y de la manera que tenía la religión de invadir nuestro espacio privado. Sin embargo, la religión, la filosofía o la espiritualidad, como quieras llamarle, ha sido un factor que me ha acompañado siempre. De alguna manera soy un buscador de la verdad. Tal vez por eso hice Derecho (que no llegué a terminar) en la Universidad de Deusto.
— ¿Llegó a tener problemas con las autoridades por su militancia política?
— Sí, varias veces (ríe). Llegué a estar más de una semana en el calabozo en Barcelona. Fue cuando me uní a la Marxa por la Llibertat. Nos encadenamos en La Ramblas y los grises cargaron contra nosotros. Nos llevaron a Vía Laietana directamente. Al salir del calabozo, más de una semana después para el juicio, por suerte habían derogado la Ley de Alteración del Orden Público. Al salir del calabozo, una de mis amigas, Carmen, se iba a Ibiza y la acompañé al barco, el ‘Isla de Ibiza'. Cuando ella ya estaba embarcada me dijo que si me apuntaba y, como tampoco tenía dónde ir, me subí. Lo único que llevaba encima era el cepillo de dientes que llevaba colgado al cuello.
— ¿Qué se encontró al llegar a Ibiza?
— Flipé. Mi tránsito por la vida cambió en ese momento. No sé cómo acabé en un piso enfrente del mar (en la calle Ramón Muntaner). Estaba allí con El último verano de Klingsor de Hermann Hesse y con mi pelo largo, hippie total, cuando alguien entró por la puerta, me tiró unas llaves y me dijo: «Me voy a Menorca, quédate el tiempo que quieras». Este tío era Pep Costa. Estuve unas semanas allí y dos años en Ibiza. Cuando llegué me di cuenta de que había llegado a mi casa. Me enamoré de la multiculturalidad que había. Todo era más asequible. Te movías a dedo y, si te iban mal las cosas, estaban los Hare Krishna, que siempre te daban de comer.
— ¿Se quedó en Ibiza?
— No. En el 78 estaba en edad militar y tuve la suerte de que un amigo, que había heredado mucho dinero, nos invitó a dar la vuelta al mundo. La idea era llegar a una isla en el Pacífico para montar una nueva sociedad. Llegamos hasta Acapulco en una furgoneta antes de que yo volviera por mi cuenta a Los Ángeles (LA). Allí me tiré hasta que volví a Ibiza en 1989. En LA estudié fotografía (que ya mi padre me había enseñado algo) y me introduje en el mundo del cabaret del arte y del cine. LA supuso mi florecer artístico.
— ¿Qué tal la vuelta a Ibiza?
— Volví cuando hubo la amnistía. Piensa que estaba fugado por no hacer la mili. Al llegar me puse a trabajar como DJ en un hotel, cuando eso no era nada. Eras un pinchadiscos de mierda. Siempre he estado en el sitio adecuado en un momento precoz (ríe). A finales de los 90 ya había hecho un corto con Julio Herranz, El alumno, y otro que no he llegado a montar, La puerta roja. La cuestión es que estaba en el mundillo cultural de Ibiza y monté una escuela de cine. Por allí han pasado la mayoría de quienes hoy en día están haciendo algo relacionado con el mundo audiovisual. También organicé un festival de cine, Elektrocine, durante cuatro años, pero no llegó a encajar con las instituciones. No era como ahora. Recuerdo que, en aquellos años, David Marqués andaba por ahí enseñando sus guiones. Mi función en Ibiza se convirtió en dinamizar el tema audiovisual, consiguiendo infraestructuras y servicios.
— ¿En qué películas trabajó?
— El primer largo en el que trabajé en Ibiza fue Shell seekers, con Angela Lansbury.
— ¿En Ibiza podría llegar a cuajar la industria del cine ?
— El problema que hay es básicamente el transporte. También falta infraestructura y mentalidad. Según tengo entendido desde la nueva Film Comision se está trabajando bastante bien en ese sentido.