Joan Torres (Sant Antoni, 1938), de can Pou de Buscastell, a sus casi 84 años lleva tiempo jubilado de su oficio como constructor. Dedica su tiempo al cuidado del huerto que tiene en sus tierras de Buscastell. Unas tierras que le dejó su abuelo, Lluc d'en Pou, tras haber hecho cierta fortuna en una vida más que trepidante en la Ibiza de principios del siglo pasado.
— ¿Nació usted aquí mismo (en Buscastell)?
— No. Yo nací en Sant Antoni, donde ahora está la finca de can Rich, en la casa de can Miqueleta. Aquí vine más adelante, cuando mi abuelo, Lluc d'en Pou, me propuso quedarme con la finca a condición de que la cuidara. Entonces yo todavía era soltero y acepté con mucho gusto, claro. Tengo dos hermanas, bueno, ahora falta una, que se quedaron cuidando de mi padre, Joan Miqueleta, que se quedó viudo muy pronto. Mi madre, Catalina, murió cuando yo solo tenía tres años.
— ¿Era usted el hereu?
— El tema es que mi abuelo solamente tuvo dos hijas, mi madre, Catalina, que murió muy joven, y mi tía, María, que siempre fue soltera. Mi abuelo quería dejarle esta casa a un varón y yo era el único nieto. Tenía dos hermanas, Catalina y María, (ahora falta una), que se quedaron cuidando de mi padre, Joan Miqueleta, que se quedó viudo cuando yo solo tenía tres años. Catalina también se quedó al cuidado de mi abuelo, que era también su padrino. A ellas les dejó pisos y dinero.
— Parece que su abuelo tenía dinero, ¿es así?
— Bueno, sí. Aunque, cuando era pequeño era criado en una finca, no tenía nada. Acabó haciéndose esta casa, comprándose esta finca, un par de pisos, incluso tuvo parte en un hotel de Sant Antoni que luego vendió. Hasta tuvo uno de los primeros coches de la isla. Mi abuelo tiene muchísima historia, todo el mundo conocía a Lluc d'en Pou.
— ¿Me hablaría de Lluc d'en Pou?
— Sin ir más lejos, él fue uno de los que se escapó de los fusilamientos del castillo en el 36. Rompió las rejas de una ventana con los hierros de un camastro y saltó junto a unos cuantos más a montón de basura. Ya se lo advirtió a los que vinieron a buscarle a casa, los rojos le dijeron que se despidiera de su familia para siempre, el contestó: «Me despediré de vosotros, no de los míos». Cuando escapó se escondió con unos compañeros en unas cuevas que tenía cerca de casa hasta que le avisaron de que ya se habían marchado los rojos. Entonces volvió a casa.
— ¿Cómo es eso de que tenía cuevas?
— Son unas cuevas que hay por aquí cerca y que usaba en sus tiempos de contrabandista.
— ¿Me hablaría de eso?
— Bueno, él trabajó en Mallorca con contrabandistas muy importantes de la época. En Palma trabajó para Joan March, pero le pillaron y le desterraron a Barcelona unos años. Al parecer llegaría a un acuerdo con Joan March para que no cantara. No me extrañaría que le mantuviera un buen sueldo por eso mientras viviera. Todo bien escrito y bien firmado, que por aquel entonces las cosas, en el mundo del contrabando, iban a punta de pistola, no había tonterías. Alguna vez que, de jovencito, le acompañé, pude ver que iban todos armados.
— ¿Le acompañaba usted a los desembarcos de contrabando?
— Alguna vez me llevó para echarle una mano. Íbamos a alguna cala o barranco, por Cap Martinet, por ses Balandres o es Códols o cualquier sitio. Allí llegaba una lancha hasta la arena, la descargábamos entre todos y metíamos las cajas en un camión que se las llevaba. Nos poníamos todos en fila, unos siete u ocho, todos con pasamontañas para que no nos reconociéramos.
— ¿Sabían lo que estaban descargando?
— La verdad es que no. Pero por aquel entonces no había drogas ni cosas de esas. Se hacía contrabando, principalmente con tabaco o, a lo mejor, con café. Pero no, no sabíamos qué llevaban esas cajas.
— Entonces, ¿su abuelo hizo fortuna con el contrabando?
— Mi abuelo fue muy aventurero. También viajó a La Habana y allí también supo ganar dinero. Aunque es verdad que, tal vez, con más esfuerzo que con el contrabando. Pero llegó a tener hasta un mayoral que le sembraba y cuidaba la finca. También tuvo uno de los primeros coches que hubo por aquí, uno de esos negros y brillantes con aquellas ruedas colgadas a los lados.
— Me está hablando más de su abuelo que de usted mismo.
— Ya te he dicho que nací en can Miqueletes hasta que vine a Buscastell con 24 años. A penas fui al colegio, para llegar había que caminar cinco kilómetros. Para cuando hicieron la escuela de Buscastell yo ya tenía 13 años, así que aprendí a sumar, restar, multiplicar, a escribir una carta mal hecha y a leer el periódico con Pep de can Buté, que me daba clases por las noches y con Catalina, que era mayoral de can Rich. Aunque tampoco puedo decir que me ha ido mal del todo: he llegado a tener a cinco o seis personas trabajando para mi en la construcción. He hecho presupuestos y me he apañado perfectamente desde que salieron las calculadoras (ríe).
— ¿Trabajó siempre como constructor?
— Ni oficio era el de payés, pero sí que es verdad que estuve trabajando unos cuarenta años como constructor. A los 14 años ya empecé a trabajar de todo y como picapedrero me gustaba bastante, aunque nunca dejé de trabajar el campo.
— La estirpe de can Pou, ¿continúa?
— Claro. Me casé hace 52 años con Antonia, de can Pujol Blanc, de Corona. Tenemos dos hijos, Juan Antonio, que tiene 47 años, y Andreu, que tiene 37. También tengo dos nietas, hijas de Andreu y tataranietas de Lluc d'es Pou: Elsa, que tiene cinco años, y Lara, que tiene un añito y medio.