Pep Xumeu (Sant Carles, 1942) ha dedicado su vida a la enseñanza. Una vocación que despertó desde su juventud y que ha desarrollado durante más de tres décadas, viviendo en primera persona la evolución que ha venido sufriendo la educación durante toda su carrera.
—¿ De dónde es usted?
— Nací en Sant Carles, en la casa de Can Pep Xumeu. Soy el menor de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, Miquel y Catalina. Catalina y Miquel también son los nombres de mis hermanos mayores, sin embargo, nunca llegué a conocer a mi hermana María, que murió con dos años de edad. Es por eso que me llevo ocho años con mi hermano Miquel. Tras la muerte de María, mis padres decidieron acoger a un venturer, que estuvo unos años en casa antes de volver con su familia. Entonces fue cuando me tuvieron a mí. El único que queda.
— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— A cuidar del campo y del huerto. Mi madre, que era de Can Besora (que, en realidad son de Can Curreu, lo que pasa es que le compraron la casa a Besora), antes de casarse también bordaba, pero, con todo el trabajo que había que hacer en casa y en el huerto, no volvió a coser. Teníamos un pozo y un molino de viento que mi padre pudo construir gracias al dinero que ganó en Nuevo York. El huerto que teníamos era magnífico. Verlo ahora me da mucha pena, me emociono solo con pensarlo.
— ¿Cómo era ese huerto?
— Era un auténtico vergel. Era uno de los pocos huertos que había en Sant Carles con cerezos. Mi padre sembró unos 20 y venían de todo el pueblo a buscar cerezas. Como los de Can Marines, que vinieron una vez con su hija, Maria. Ella era pequeña, todavía llevaba dos coletas y yo me estaba afeitando, nos llevamos seis años de diferencia. La cuestión es que, al cabo de un tiempo, coincidimos paseando por Es Canar... y todavía seguimos paseando. Nos casamos, tuvimos a nuestros hijos, José María y Marilina, que nos ha dado a nuestros nietos, Joel, Alba y Marina.
— Nos ha contado que su padre estuvo en Nuevo York.
— Sí, y la verdad es que me sabe mal no saber más acerca de eso. Al parecer se marchó cuando tendría unos 15 años con algunos compañeros, Pep d'en Marí y alguien de Can Cristófol. Aunque trabajó en distintas cosas, como camarero o como friegaplatos, pero no era su fuerte, así que donde trabajó más tiempo fue en una fábrica de alambres. Estuvo allí unos 16 años. Volvió hablando inglés, lástima que no nos enseñara a nosotros, y con cuatro duros en el bolsillo. Eso sí, solo pudo traer una maleta porque, al parecer, en el viaje de vuelta hubo tan mal tiempo que tuvieron que tirar buena parte del equipaje por la borda.
— ¿Dónde fue al colegio?
— Fui a Sant Carles, a la escuela unitaria del pueblo. Los primeros recuerdos que tengo de esa época, no puedo decir que sean buenos. El maestro que teníamos, Juanito d'en March, era de esos que, en realidad, eran militares que les dieron el puesto tras la guerra. La verdad es que, enseñar, no enseñaba mucho. La cosa cambié cuando le sustituyó Joan Roig ‘Vidal'. A él le debo mi vocación como maestro. Resulta que yo quería ser carpintero y, por las tardes, dejé de ir a clase para ir a trabajar como aprendiz. Vidal fue el que me dijo que era buen estudiante y que de ir a trabajar por las tardes, nada. Que me quería en clase toda la jornada. El cura del pueblo, Don Vicent Ribas, nos hablaba de estudiar en el Seminario. Al final me convencí de que, tal vez, me conviniera ir allí a estudiar.
— ¿Pensó en hacerse sacerdote?
— No era eso lo que me llamaba. Pero era la única manera que tenía en esos tiempos de estudiar, y de manera gratuita. Cuando lo dije en casa se echaron las manos a la cabeza. Decían que, como estaría allí interno, les echaría mucho de menos. ¡Cuánta razón tenían!. Coincidió que, a las pocas semanas de comenzar el curso, vino Franco de visita oficial a Ibiza. Mis padres bajaron a Vila para verle y nos vimos un momento allí. Les rogué que vinieran a buscarme el lunes siguiente. Cuando llegó el lunes, ni siquiera fui a clase. Me quedé en la torreta esperando a que viniera mi padre. Le vi llegar y, aunque el retor del Seminario intentó convencerme para que me quedara, me acabé yendo con mi padre. De vuelta a casa, solo me preguntó, «¿y ahora qué?». Yo lo tenía todo pensado. Le dije que iría a clases de repaso con Don Toni Marí Torres, y que quería ser maestro. Esa era mi verdadera vocación.
— ¿Y lo consiguió?
— Ya lo creo. He estado ejerciendo, oficialmente, 35 años. Pero, si contamos las clases de repaso, muchos más. Mi primera aula fue bajo un algarrobo boval de casa. Por allí pasaron muchísimos chavales de Santa Eulària. Para mí, los alumnos eran más que eso, eran familia y eran amigos. De hecho, acabaron bautizando al algarrobo como ‘Universidad de Can Pep Xumeu' (ríe). Tengo hasta un poema dedicado a este árbol y lo tengo presente cada día.
— Aparte de la Uniersidad de Can Pep Xumeu, ¿dio clases en otros colegios?
— Sí, estuve en Es Trull d'en Vich (Ses Escoles) un año como interino, antes de que volviera la propietaria de la plaza. Me gané tanto el cariño de los alumnos, que le hicieron la vida imposible. Tanto, que acabó marchándose y no sé si llegó a terminar el curso. Yo me había ido al colegio de Santa Gertrudis, pero, al marcharse la maestra, volví al Trull d'en Vich, donde estuve durante cinco años. De allí me fui al colegio de Sant Ciriac, donde estuve 25 años, siete de ellos como director. Para mí, los alumnos eran más que eso: eran familia y eran amigos. Tanto que, el día de mi santo, me iba con el maletero lleno de todo tipo de detalles que me traían.
— ¿A qué se ha dedicado tras su jubilación?
— He publicado ya cinco libros, alguno está todavía por salir (el de Pous i Fonts de Jesus y el de la historia de Puig d'en Valls, jque he hecho con la ayuda de Pepe Guasch cañas). También escribo poemas, canto en el coro y hasta como cantautor.
— Tras haber vivido como maestro de tantas generaciones, ¿cómo ve el mundo de hoy en día?
— Lo que veo es que vivimos esclavos del progreso. Tenemos ordenadores, teles, teléfonos móviles y de todo. Parece que vivimos muy bien, pero hay que tener en cuenta que todo se puede ir al traste. No deberíamos olvidar el campo, da pena ver cómo se mueren los almendros sin que nadie los cuide. Además, de la misma manera que cuando era pequeño lloraba por querer ir a Vila hoy en día casi lloro cuando no me queda más remedio que tener que ir. Y es que vivimos exclusivamente del turismo y eso se puede estropear algún día. Ya lo vimos con la crisis del covid y lo que ha sido, puede volver a ser.