Francisco Quirós (Vila, 1948) es uno de los grandes deportistas de la isla. Durante décadas participado en decenas de maratones, más de cien triatlones, una decena de iron-man y, a sus 74 años ya ha dado el equivalente a tres vueltas al planeta subido a su bicicleta en el rodillo de su casa cada día desde que se decretó el confinamiento.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Sa Penya, en la calle La Miranda. Donde vivían entonces mis padres entonces, mis hermanos nacieron más tarde, uno, Vicent, en Mallorca y la pequeña, Mari Nieves, en Sevilla. Mi madre, Maria, era, por parte de su padre, Vicent, de Can Félix, y por parte de mi abuela, Juana, de Can Sellaras. Mi padre, Francisco, en cambio, había nacido en Francia, aunque su familia era asturiana, vivió allí hasta que fue adulto. Lo que pasa es que, en tiempos de la Guerra, se fueron a Toulousse, donde nacieron sus hijos.
—¿En qué momento llegó su padre a Ibiza?
—Fue para hacer la mili. Su padre, Aurelio, le dijo que tenía que hacerla en España y le tocó hacerla aquí. Gracias a eso conoció a mi madre. Lo que pasa es que aquí no estaban bien. Había mucha miseria y, como mi padre tenía una hermana que era feriante en Mallorca, toda la familia de mi padre lo era, decidieron irse allí con ella cuando yo era niño. Y es que, sobre todo mi madre, quería marcharse de aquí a toda costa. Piensa que vivía en Sa Penya en una casa pequeña, sin luz, w.c. ni agua corriente y tenía que estar siempre haciendo todo el trabajo por sus cuatro hermanos. Además, también trabajaba en Los Valencianos, ¡imagínate!. Así que, cuando mi padre le propuso marcharse a ser feriantes, no se lo pensó dos veces. De esta manera estuvimos muchos años de pueblo en pueblo, primero en Mallorca y, después, en Andalucía. Por eso mis hermanos nacieron en lugares distintos y por eso no llegué a ir nunca al colegio. Si sé leer y escribir es gracias a que me enseñó mi madre. Mira que mi padre hablaba idiomas y era culto, pero él no me enseñó nada. Lo único que le interesaba era que trabajara.
—Al marcharse, ¿perdieron la relación con Ibiza?
—No. Alguna vez, vine una semanita a ver a mi abuela. Creo que lo hice tres veces. Mi abuela también nos visitaba, y no veas el mérito que tenía eso. Una mujer analfabeta, sola, con sus más de 100 kilos, su sanalló lleno de sobrassada, butifarra y ensaimadas buscando a su hija por Andalucía sin saber dónde estaba y sin apenas hablar castellano. Se plantaba en Sevilla, iba preguntando de feria en feria hasta que daba con nosotros. Los feriantes flipaban con ella. En una de esas, creo que debió ser la primera ibicenca en cruzar la frontera de Gibraltar (ríe). Nosotros estábamos en La Línea y se las apañó para llegar hasta el pueblo. Se levantaba pronto para pasear y llegó hasta la frontera, cuando cruzó sin más, le salió un Guardia Civil que resultó ser de Ibiza. Total, que la estuvieron paseando por todos lados como a una reina. Los feriantes no se lo podían creer. Mi abuela era tremenda, esa clase de mujer fuerte y dura, que criaba a cinco hijos sin ninguna comodidad pero que, a la vez tenía un gran corazón (se emociona). La única vez que tuve un regalo de reyes me lo hizo ella, me regaló un fuerte de indios que todavía conservo en su caja.
—¿Cómo recuerda su vida como feriante?
—Era dura. Empezábamos la temporada en abril, en la feria de Sevilla, y la terminábamos en octubre. Pasábamos todo el invierno ‘sin una gorda', pidiendo aquí y allá y comiendo asadura con tomate durante meses. Cuando llegaban las subastas de los puestos, mi padre tenía que pedirle dinero a un Guardia Civil que hacía de prestamista. En invierno estábamos en ‘plaza muerta' (un espacio que nos dejaba un ayuntamiento donde los domingos montábamos los puestos para ver si arañábamos algo) y me tocaba trabajar en el campo con la patata o el algodón, a la vez que cuidaba de mi hermana pequeña.
—¿Cuándo volvieron a Ibiza?
—Fue cuando murió mi abuela. Entonces mi abuelo, Vicente, que se había quedado solo en Sa Penya, se vino a la feria con nosotros. Pero un pescador ibicenco de toda la vida no se adaptó a la vida en la feria, cambiando cada semana de lugar. Nosotros ya éramos unos niñatos que la liábamos cada dos por tres en la feria, así que mi madre decidió que volviéramos a Ibiza. Aquí montamos la caseta y los caballitos en Vara de Rey y nos pusimos a trabajar. Llegamos un viernes y el sábado ya estábamos trabajando mi padre y yo. Aunque yo volví la feria con mis tíos, solo estuve una temporada antes de volver a Ibiza. Mi padre, y mira que tenía cultura: hablaba francés, alemán, ibicenco y, además era un gran cocinero, se puso a trabajar en la Damm. Si, en vez de octubre, hubiéramos llegado en verano, seguro que hubiera encontrado un buen trabajo en un hotel o algo parecido.
—¿Recuerda sa Penya de su infancia?
—Sí, claro. Sa Penya era un sitio de gente muy humilde que, además, tenían muchos hijos en casas muy pequeñas. Se tiraba toda la porquería ‘Baix Sa Penya', donde había un montón de porquería impresionante. Cuando mis padres vendieron la casa de Sa Penya y se compraron el piso en la calle Extremadura, con su wc, su cocina, su baño y ducha… ¡eso era el paraíso!. Si es que, en Sa Penya, tenía que ir a hacer mis necesidades entre las rocas o detrás del muro. En casa no teníamos ni letrina, teníamos un barreño donde hacíamos las necesidades y luego lo tirábamos ‘Baix Sa Penya'. Sin embargo, aunque había necesidades, veías a la gente feliz.
—¿Dónde trabajó al llegar a Ibiza?
—Empecé en la obra, con Vardeta, que todavía me debe ese sábado (ríe). Un año después me fui a Firestone, que estaba en un edificio que era de quién sería mi suegro, que también tenía el Bar Pedro. Allí estuve unos diez años, hasta que pedí un aumento de sueldo. Entonces me fui a trabajar a la Citroën, con los Arabí, y enseguida me pusieron como recepcionista. Y es que en la feria ejercitaba mucho la memoria y la tenía muy buena. Me sabía todos los teléfonos de los clientes. De allí me marché a Motos Ibiza, con José Verdeta, cuando pedí un aumento de sueldo y no me lo dieron. Allí, ocupé el sitio de Gordon cuando se marchó a Motos Sud. Allí nos trataban muy bien, Vicent nos pagaba el desayuno a todos sus empleados, que éramos hasta nueve, contando mecánicos, secretarias, Margarita era la pequeña, y el encargado, Mariano. Al final se arruinó el negocio y acabé montando los recambios en el local de mi suegro que había sido la Firestone. Pero lo mío era más el deporte que la mecánica, así que derivé el negocio a tienda de deportes y monté Deportes Quirós en la Avenida España y me acabé arruinando unos años más tarde. Lo pasé mal en esa época, llegué a dormir un par de noches en la cueva de Los Molinos. Luego empecé a trabajar en el aeropuerto de peón de jardinero. Iba y venía corriendo, y es que siempre he sido muy deportista.
—¿Vivió la juerga de la Ibiza de su juventud?
—No. Mi vida ha sido el deporte, el trabajo y la casa. No he ido de juerga ni fumado nunca y solo he bebido una vez. Tenía unos 12 o 13 años y estábamos en Chipiona. Era verano y allí se llevaba mucho el vino tinto con casera. Un domingo, que mi padre hacía la paella, mi madre me puso un vaso de vino y casera y me lo bebí de un trago. La hostia que me pegó mi padre me sigue doliendo a mis 75 años. Me cogió del hombro y me dijo: «Paquito, el hombre que bebe como has bebido tú, toda la vida será un borracho». No he vuelto a beber nunca.
—¿De dónde le viene su afición por el deporte?
—Cuando tenía 12 o 13 años mi padre me compró un arco. Las flechas las hacía yo y practicaba en la playa de Chipiona. Tiraba las flechas e iba corriendo a buscarlas. Eso me dio mucha resistencia. Igual que empujando los caballitos en la feria (no había motor). Así que, cuando llegué a Ibiza, mi tío Vicente, como vio que corría mucho me metió en el equipo de fútbol Coloso, aunque no hubiera tocado un balón nunca. Luego jugué en el Ibiza Atlético, con Tolo Darder, y me saqué el carnet de entrenador y fundamos el equipo de veteranos, la Peña Deportiva Kung Fu. En mi vida he hecho 41 maratones, 10 iron-man y 135 triatlones por todo el mundo. Me he quedado con las ganas de hacer el Iron Man de Hawaii, estuve a punto de ir con Eduardo Fioravanti, y de hacer mi maratón número 42. Eso sí, desde la pandemia llevo hechos 120.000 kilómetros en el rodillo. Juanjo Serra me propuso el reto de dar una vuelta al mundo en el confinamiento y no he dejado de hacerlo cada día, así que ya llevo tres. Me he quedado con las ganas de hacer mi maratón número 42, eso sí.