Antonio ‘malo' Iniesta (Vila, 1952) ha pasado más de medio siglo en la cocina del restaurante que puso en marcha su familia en el mismo corazón de Vila. Un restaurante familiar que siempre tuvo como seña de identidad la calidad de su cocina casera y los precios adaptados a una clientela mayoritariamente trabajadora.
— ¿Dónde nació usted?
— Nací en la calle Abad y Lasierra, en la misma calle donde tuvimos el restaurante toda la vida. Allí vivíamos de alquiler en una planta baja con toda la familia, mi padre, Antonio, mi madre, Catalina, y mis tres hermanas: Fina (†), Nieves y Marcela. Mi madre era de Can Judiu, ibicenca, y mi padre era de Murcia, uno de los primeros ‘mursianus' que llegaron a Ibiza. Él vino a hacer la mili, conoció a mi madre, se casaron y se quedó aquí siempre.
— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi madre, antes de que empezara con el restaurante, trabajaba a una casa haciéndoles la comida y esas cosas. Era de una familia muy humilde. Mi padre, por su lado, siempre fue muy ‘buscavidas' y emprendedor. Al llegar a Ibiza estuvo sacándose algo de dinero atendiendo a los turistas, llevándoles las maletas, acompañándoles donde fuera… hasta les buscaba una casa o una finca si querían comprarla. No sabía ni leer ni escribir, pero chapurreaba inglés, francés o alemán con cualquier extranjero. También trabajó en el campo, en la fábrica de ladrillos… incluso recuerdo que, en casa, siempre había un saco lleno de tabaco de contrabando que iba vendiendo a los bares de aquí y de allá para sacarse cuatro pesetas (ríe). Más adelante llevó un bar de guitarras y mujeres (que trabajaban allí y, al terminar, se iban con quién les daba la gana) en Dalt Vila, subiendo por el Portal Nou. Entonces, había otro hombre que tenía otro bar de guitarras en el carero de Sa Creu, muy cerca. Los dos se llamaban Antonio y tenían los dos únicos bares de este tipo, así que la gente confundía con uno y con otro. Como eran muy amigos, decidieron jugarse quien iba a ser Antonio ‘bueno' y quien Antonio ‘malo'. A mi padre le tocó ‘malo', nombre que he acabado heredando y la gente siempre me ha conocido como Antonio ‘malo' (ríe).
— Cuando habla de bar de guitarras, ¿se refiere a que tocaban allí en directo?
— Así es. Allí tocó muchos años Manolo Díaz, el padre del que toca ahora, que tiene mi edad. Además, también montó un kiosco ‘damunt sa Murada', en un espacio que limpió de maleza donde, aparte de guitarra, también había un gitano que bailaba. Recuerdo que, cuando era pequeño, venía el camión con los turistas y le ayudaba a prepararles las jarras de sangría. También me acuerdo de cuando tenía que ir a por hielo, tenía que ir hasta al lado de dónde está ahora el Mercat Nou, donde estaba la fábrica de hielo. Iba con la bicicleta y tenía que subir el saco de hielo cargado a la espalda hasta Dalt Vila para llenar esas neveras antiguas de madera que no tenían electricidad ni nada. Así estuve hasta que empecé a trabajar con mi madre y mis hermanas en el restaurante. Mi padre montó otro restaurante por su cuenta en Figueretes hasta que murió muy joven, en el 76, tras un accidente en moto en el que perdió la pierna, acabó muriendo de un ataque.
— ¿Cómo surgió el restaurante?
— La idea surgió de mi padre. Un día le dijo a un paisano que se viniera a casa a comer, otro día uno, otro dos, el siguiente tres… hasta que se empezó a llenar y así empezamos a hacer comida para la gente, que llegaba a hacer cola en el patio de atrás esperando su turno. A 15 pesetas el menú. Cocinaba mi padre, mi madre, mi abuela pelaba patatas en un cuarto. Al cabo de unos años un primo de mi madre, José Torres ‘Verdeta', construyó un edificio en la misma calle en la que vivíamos (haciendo esquina con la calle Cataluña) y le ofreció a mi madre quedarse con un piso y la nave en la que montó el restaurante al lado. Había una puerta en el piso que daba directamente al restaurante. Uno de los pocos en Ibiza que estaba en un piso. A parte del Nan King creo que no había más. Vivimos y trabajamos allí mi madre, mis hermanas y yo. Poco a poco, mis hermanas se fueron casando y marchando, mi madre se acabó jubilando (aunque con más de 80 años todavía andaba haciendo cosas) y yo, he estado hasta que me jubilé, durante 50 años.
— ¿Qué tipo de comida ofrecía en el restaurante Antonio?
— Siempre hicimos cocina casera. Lentejas, garbanzos, habas, frita, varios segundos, las paellas de los sábados, que eran un éxito, igual que nuestros postres. A la gente le encantaban nuestras natillas, nuestros flanes y la greixonera que regalábamos los sábados con la paella. En navidades, mi madre y mis hermanas preparaban salsa de Nadal con la que invitábamos a nuestros clientes. Además, los precios eran muy económicos. La clientela que teníamos siempre fue muy fiel. Sabíamos lo que quería cada uno de ellos y, cuando nos faltaba alguien, nos preocupábamos por él. Y es que teníamos a muchos mayores y viudos que, a la una ya estaban sentados a la mesa. Después, a partir de las dos, venía el mogollón de gente, la mayoría gente trabajadora.
— ¿Trabajaban cada día?
— Sí, no cerrábamos ningún día de la semana. Pero la cosa cambió cuando me casé con Feli. La conocí cuando hacía la mili, que hice como chófer en Can Ventosa. Ella trabajaba como funcionaria en Santa María y nos conocimos en el bar Sinio, que está al lado. Tuvimos a nuestros hijos, Ángel, que es el pequeño, y José Antonio que tiene a nuestros nietos Alejandro y Marc. La cuestión es que, al casarme, decidimos cerrar los domingos para poder descansar y dedicarme un poco a la familia.
— Cincuenta años en los fogones de su restaurante, habrán dado para muchas anécdotas.
— Sin duda. Yo siempre fui muy socialista en unos tiempos en los que no estaba muy bien visto y, en una ocasión que vino Don Enrique Tierno Galván a dar un mitin y me lo trajeron a casa a comer. Se juntó un centenar de personas ese día. Como anécdota, también he trabajado para la cárcel cuando estaba en el Ayuntamiento. Se quedaron sin cocinero, me pidieron que les hiciera la comida y cada día venía la policía a llevárselo. ¡Al final, entre burocracias y tonterías, me dejaron a deber un millón de pesetas!. También cociné durante muchas temporadas para la Escola d'es Blai o la residencia Reina Sofía, a parte de para los usuarios de Cáritas, que venían a casa a comer. Era mucho trabajo y hacíamos unos precios muy ajustados, mi mujer siempre me reñía por ser demasiado bueno porque, además, siempre me he esmerado para que la calidad siempre sea la mejor.
— ¿Cómo era un día rutinario en su cocina?
— Me levantaba cada mañana a las siete, iba al mercado a comprar todo lo que necesitaba, fresco y de calidad, para estar a las nueve en la cocina. No salía de allí hasta las cinco de la tarde, comía, descansaba un poco para volver a las siete. No salía hasta las 12 de la noche.
— ¿A qué se dedica ahora que está jubilado?, ¿echa de menos los fogones?
— Un poco sí que los echo de menos. Ahora mi hijo me quiere convencer de que escriba mis recetas. Pero yo no estoy para esas cosas, ¡dejadme tranquilo! (ríe). Si vienen unos amigos o hay que hacer una paella benéfica, seré el primero que se ofrezca, pero quiero estar tranquilo con todo lo demás.