Maribel Bofill (Dalt Vila,1961) conserva recuerdos de su infancia en Dalt Vila y de las festividades que se celebraban hace décadas en la Vila de esa época. Entre otras cosas, echa de menos cómo se celebraba sa Berenada o cómo preparaban el día de Sant Joan.
—¿Dónde nació usted?
—ací en la clínica de Alcántara pero crecí en Dalt Vila, el la calle San Carlos con mis dos hermanas pequeñas, Helena y Mercedes. Mis padres eran Maria de Ca na Reala y Armando de Can Bofill. Mi padre llegó a Ibiza con solo cuatro años con su padre, Evaristo, que fue el primero que montó un laboratorio de analíticas en Ibiza. Antes había que mandar la sangre para que la analizaran en Mallorca, según tengo entendido. Recuerdo perfectamente que en su casa había una habitación a la que teníamos prohibido entrar. La tenía llena de vasos comunicantes, cosas metidas en formol…
—¿De dónde vino su abuelo?
—De Barcelona. Como le gustaba mucho la pesca, vino a pescar a Ibiza y le gustó tanto que volvió a por la familia y se la trajo a toda para acá. Montó el laboratorio justo delante de la clínica Alcántara.
—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Dalt Vila?
—Hay un recuerdo que conservaré siempre: el sonido de las banderolas de las fiestas de Sant Joan. Las hacíamos con papel, que comprábamos en la librería Villar, y las pegábamos con una pasta que hacíamos con agua y harina. El sonido que hacían cuando les daba el viento era muy característico, muy distinto al que hacen las que venden fabricadas, y me ha quedado grabado. No hacíamos solo las banderas, hacíamos también los muñecos y toda la decoración. Nos juntábamos todo el barrio para prepararlo todo, Paquita de Can Buté, Juana, Conchita, los Villangómez… Sant Joan y sa Berenada eran los mejores momentos del año. Eso sí, a sa Berenada se la han cargado.
—¿En qué sentido?
—Empieza porque no era festivo. Recuerdo cuando mi padre mantenía el suspense durante todo el día antes de levantar el teléfono y coordinarse con Juanito de Ibiza (que estaba al lado) para darles libre a los trabajadores para ir a sa Berenada. Tendrías que ver la multitud de gente cerrando sus tiendas y yendo con su senalló y su sandía hacia Los Molinos. Se hacían guerras de sandías, estaba la banda municipal, Bonanza vendiendo helados, una barra de pan gigante, tiro al plato, saltos… Hubo un momento en el que los militares pusieron la piscina de su residencia, lo vallaron y partieron sa Berenada por la mitad. Al cabo de los años tumbaron la valla metálica. Lo más bonito, que también se ha perdido, era el cercavila. Cuando todo el mundo había terminado de merendar, la banda municipal se levantaba y todos íbamos detrás. Recorríamos Vara de Rey, el Pereira, la calle de las farmacias, el muelle y volvíamos a Vara de Rey. Todavía se me pone la piel de gallina cuando recuerdo el sonido de la banda municipal pasando por el túnel.
—¿Iba al colegio?
—Claro, a las monjas de Sant Vicent. Subía y bajaba cada día por es Rastrillo. Allí me solía encontrar a Antonio Portmany, que tenía un agujero allí mismo donde ponía la tinta, dibujando con su cañita. Muchas veces, al verme me decía, ‘¡Bofill, pásate por Villar y cuando vuelvas a subir tráeme un bote tinta Pelican'. Yo no tenía ni idea de que fuera un pintor tan importante. Al terminar el colegio, fui al instituto a Santa Maria y, después a Sa Blanca Dona, aunque no llegué a terminar segundo de Bachillerato.
—¿Hasta cuándo vivió en Dalt Vila?
—Hasta el 77. La democracia ganó también en casa ese año y, aunque mi padre y yo preferíamos quedarnos en Dalt Vila, mis hermanas y mi madre votaron mudarnos a Vila. En aquellos años las comodidades de las casas de Dalt Vila, igual que las de sa Penya, eran muy escasas. En casa teníamos baño, pero había que salir fuera. Para ducharnos, al principio no teníamos ni termo y mi madre tenía que calentar el agua en la olla de la salsa. Si la casa hubiera sido nuestra, tal vez la hubiéramos arreglado, pero vivíamos de alquiler (50 pesetas al mes) y el dueño nos dijo que nos teníamos mos que marchar. Mi abuela, Juana de Ca na Reala, vivía en sa Penya y no tenían ni cuarto de baño. Todavía tenía la suerte de que la tubería general pasaba por su cocina y le habían puesto un codo por el que se podían hacer las necesidades. Otras casas, como la de mi tía Manuela, no tenían ni eso. Había que hacer las necesidades en un cubo que después vaciábamos en el acantilado de sa Penya. Nunca en la calle. Tampoco había agua corriente, había que ir a buscarla a la fuente. Con la llegada del turismo y del dinero, la gente se fue marchando a ses Figueretes y a Vila con casas que tenían más comodidades. Cuando mis tíos se fueron a vivir a ses Figueretes nos íbamos una vez a la semana a su piso para ducharnos. La vida en Dalt vila era romántica, sí. Tan romántica como incómoda.
—¿Me habla de su abuela?
—Juana de Ca na Reala, era viuda de un pescador y se dedicaba a vender las sábanas de Trasmediterránea en aquella época. Le pagaban tanto en dinero como en piezas de sábanas con las que hacía trueques, sobre todo en Sant Carles, donde era muy apreciada. Cada vez que subía allí se quedaba a hacer noche en casa de su amiga Maria, con quien mantuvimos la amistad durante mucho tiempo. Pasábamos allí muchos domingos. También era muy conocida porque era rifadora. Tengo alguna foto en la que sale con su ruleta. Al parecer iba por los pueblos en las fiestas para hacer rifas.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre trabajó muchos años en Es Crèdit. Aparte de estar en casa, mi madre montó una tienda de menaje de cocina en la Vía Púnica. Un poco antes, justo al lado, habían abierto una tienda de muebles de cocina, Comercial Bofill, donde tenían la exclusiva de la marca For Lady. Más adelante se incorporaron a la tienda el tío Carlos y la tía Alicia y la llevaron los cuatro juntos durante muchos años. Al lado estaba la tienda de básculas de mi primo Quique y, encima, estaba la guardería Ditets.
—¿Trabajaba usted también en el negocio familiar?
—Les echaba una mano, sí. Pero empecé a trabajar con 14 o 15 años en Viajes Ibiza todas las temporadas de verano hasta que me casé con Joan a los 21 años. Entonces dejé la agencia de viajes y me puse en la tienda con mis padres hasta el 89, cuando nació mi tercer hijo. Siempre me gustó ese trabajo, pero con tres hijos, coche para arriba, coche para abajo todo el día… No podía con todo, así que, como podía y quería hacerlo, decidí posponer, no renunciar, eso del trabajo para más adelante. Tener hijos no significa renunciar, como mucho posponer. Bueno, a lo que renuncias es al sueño, eso es verdad [ríe].
—¿Tuvo más hijos?
—Sí. Joan y yo teníamos claro que queríamos tener cuatro hijos. Así que, después de haber tenido a Juan Ramón, que tiene a mis nietos Rita y Joan Armando y está esperando a otro más, a Jordi, que tiene a Luch y a Toni, que tiene a Núria, nos fuimos a China a buscar a nuestra cuarta hija.
—¿Ha podido recuperar las cosas que pospuso en su momento?
—La verdad es que, cuando tienes una edad quieres hacer unas cosas que, cuando llegas a otra edad ya no te interesan. Nunca me hubiera imaginado tener un huerto y un jardín y disfrutar de cuidarlo como lo disfruto.