María Ferrer (Formentera, 1946) nunca ha escondido el oficio que ejerció durante más de dos décadas, el de prostituta. Oficio con el que llegó a emprender su propio negocio, como empresaria, tanto en Ibiza como en Formentera.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Ca na Esperança Morna, en sa Venda de sa Punta, Formentera. Era la casa de mi abuela. Bueno, en realidad mi abuela fue la mujer que acogió a mi padre cuando era tenía siete años. Era como si fuera viuda, su marido se fue a la Américas y no volvió nunca más. Así que, cuando mi abuelo Xicu Damià se quedó viudo con cinco hijos, que le venían muy grandes a la hora de poder mantenerlos, Esperança Morna acogió a mi padre. Si no hubiera sido por ella, mi padre nunca hubiera tenido nada.
—¿Mantuvo relación con su abuelo?
—Sí, claro. Vivía en una casa muy cerca de la nuestra y siempre tuvimos contacto. Era relojero y también fabricaba botas. Él también me trataba con mucho cariño. Teníamos mucho vínculo: cuando tenía 16 años, cuando apenas tenía tetas, él fue quien me compró mis primeros sujetadores, «para que tuviera tetas como las otras».
—¿Quiénes eran sus padres?
—Mi padre era Xicu Damià y mi madre era Rita. Eran primos y siempre he pensado que se casaron por intereses relacionados con sus terrenos. No por amor precisamente. Se dedicaban al campo, sembraban algo de patata y tomate, hacían queso de las cabras y vendían los huevos de las gallinas. No eran muy de ir a ganarse un jornal fuera de casa.
—¿Cómo recuerda su infancia?
—La primera época, cuando vivía mi abuela, fue una época muy bonita. Me quería muchísimo. Me compraba mi ropa, cada domingo íbamos juntas a misa y siempre tuvimos una relación muy cercana. Cuando murió, yo tendría unos nueve años. Tuvo un ataque tras el que no pudo volver a caminar. Su dormitorio estaba en lo alto de unas escaleras y nunca más volvió a salir de él. En casa nadie la ayudó nunca y acabó muriendo por esa falta de cuidado (se emociona). Esa fue la primera gran decepción de mi vida.
—¿Decepción con sus padres?
—Así es. Lo primero que hicieron tras morir mi abuela fue coger toda la ropa que me había comprado y trataron de teñirla de negro. Como no servían ni para eso, toda mi ropa acabó del color de las uvas negras. Esa ropa me hacía sentir todavía más triste y estuve más de un año sin salir de casa ni del bosque. Hasta que llegó Gabrielet, que tenía una amiga francesa que, al marcharse, se dejó buena parte de su ropa tendida. Gabrielet me la regaló toda y me dio 20 duros con los que pude llevarla a una modista para que me la arreglara. En ese momento volví a salir de casa.
—¿Qué hizo al volver a salir?
—Me dediqué a recoger caracoles y resina de pinos en el bosque para que Joan Lluquinet lo llevara a Ibiza para vender. También ‘enblanquinaba' casas con cal y, más adelante trabajé haciendo habitaciones en el Pinatar, limpiando ropa en El Capri o como camarera en La Pérgola. De bien pequeña me pasaba el invierno metiendo caracoles en sacos de esparto con frígola y romero y los colgaba de los pinos para venderlos en verano. Con el primer dinero que gané me compré mi primera cama. Hasta entonces había dormido siempre en un colchón relleno de paja en el suelo. Se suponía que tenía que quedarme con la cama de mi abuela pero, cuando murió, mis padres la quemaron en medio del campo junto a todos los cuadros religiosos de la casa. Quisieron vender el colchón de lana sin que nadie se enterara, pero, a escondidas me encargué de avisar al trapero, que se lo acabó comprando a plena luz del día.
—No oculta cierto rencor a sus padres.
—Me hicieron cosas de lo más desagradables. Mi padre me dejó un terreno en la playa en el que se me ocurrió montar un kiosco con mis ahorros. Lo pinté de azul y lo llamé Blue Bar. Pero me acabaron haciendo una mala jugada dejándome sin kiosco. ‘No me hice mujer' hasta los 16 años, un poco tarde, y todas mis compañeras ya tenían novio. Por lo que cualquier joven que pudiera gustarme ya estaba colocado. Un día me salió uno que me podría haber servido, uno de Can Joan Mestre, pero el día del Pilar bebió un poco de más y me acabó reconociendo que, si le decía que sí, él ya sabía que nos casaríamos. Me contó que su tía (y madrina de mi padre) ya había apalabrado comprar un tractor en cuanto nos casáramos para labrar nuestras tierras y que el 16 de octubre me traería el anillo de compromiso. Yo no dije nada, pero para no explotar, me acabé comprando dos botellas de cognac para esos cuatro días. El día 16 me llevó al cine y, en uno de los apagones me cogió la mano y me puso el anillo. Al salir, caminando a casa, se lo devolví diciéndole que nuestras tierras no se unirían por nuestro matrimonio. Vino a verme hasta su padre a decirme que nadie dejaba a su hijo, que si no me casaba con él «me lo acabaría rascando con un ‘marés'». Yo le contesté que «me lo rascaré con una ‘tosca' (piedra pómez)». Aquí tuve otra desilusión. No me casé.
—¿Qué hizo entonces?
—Como no me gustaba ninguno de Formentera, acabé por poner un anuncio de contactos en la revista Lecturas. Me salieron unos cuantos, pero el que más cerca me pillaba era Jesús, que era de Cuenca pero trabajaba en un hotel en Ibiza. Me acabé casando con él y teniendo a mi hija Maria Jesús. Más adelante tuve a Mónica y ahora tengo tres nietos: Christian, Milagros y Antonia. Lo que pasa es que no fue sincero, le gustaban demasiado las rubias y se pasaba los veranos ligando con las extranjeras. En invierno, me decía que no lo haría más. No tardamos mucho en separarnos. Le dije que iba a multiplicar por la unidad seguida de muchos ceros lo que me había hecho él a mí, pero cobrando. Así que, tras esa decepción, me hice puta unos años.
—¿Cómo fueron esos años?
—La verdad es que me fueron muy bien. Si volviera a nacer haría lo mismo, pero lo haría más pronto. Nunca tuve ‘macarra', me apañé siempre yo sola, y siempre pude seleccionar a mis clientes. De esa manera logré subir a mis tres hijas, comprarme una casa en Formentera, un apartamento en la calle Madrid y el piso de Vila en el que vivo a día de hoy. Los primeros años los pasé en Ibiza en un bar que alquilé en la calle Soledad aunque, como nunca he ido a escondidas, acabé yendo a Formentera. Allí monté mi propio local con mi empleada Mónica y con lo que había ganado en Ibiza, ‘La Rosa de los Vientos'. Siempre tuve a una o dos chicas más en el local, siempre aseguradas, eso sí. Muchas de ellas se acabaron casando. Cada fin de semana cerraba para llevar a mis hijas a Ibiza para ir al cine.
—¿Tuvo que sufrir algún tipo de violencia en su oficio?
—Más que violencia, alguna vez tuve que cerrar por los borrachos. El momento más tenso que tuve fue con uno que decía que era ‘el marqués de Villaverde' y siempre la montaba. Un día llegó cuando yo ya estaba fregando. Cuando acabé de limpiar, separé el cepillo del palo y le di con él. Quedó inconsciente, lo arrastré a la calle, cerré y, al día siguiente lo primero que hice fue mirar si salía en las esquelas. Me tranquilizó ver que no estaba. Nunca más me la volvió a liar y, desde entonces, cada vez que coincidíamos en el autobús, me cedía el asiento.
—¿Nunca le importó el ‘qué dirán'?
—No, nunca. Una vez, en la Joven Dolores, escuché a dos mujeres que hablaban de mí sin saber que era yo. Decían que los maridos que no dormían en casa era porque estaban en la mía. No era cierto, nadie se quedaba a dormir en casa, cerraba a la una y media. Que yo sepa, nunca se separó ningún matrimonio por mi culpa. Todo lo contrario, he arreglado, por lo menos, más de cinco matrimonios. Me sentía más psicóloga y sexóloga que puta. Tengo un don para la psicología. Les daba consejos a mis clientes, les aconsejaba que hicieran cambios en su vida y que le dijeran tal o cual cosa a sus esposas. Al final, cambiaban. Tampoco tuve ninguna enfermedad, más allá de algunas ladillas. Toda la vida trabajé con ‘guantes', de la misma manera que cuando pintaba casas.
—El mundo de la prostitución no deja de ser un mundo perverso repleto de mafias, ¿qué opina al respecto?
—No puedo dar una opinión porque eso no lo he vivido nunca. Nunca vino ninguna chica a mi casa que estuviera engañada. Ellas mismas venían a pedir trabajo. Es un oficio que ha existido siempre y hay quien lo coge recto y hay quien lo coge torcido. Cada uno debe usar sus propias cualidades para buscarse la vida. No todas valen ni todas sirven para este oficio. Yo elegí este oficio por decisión propia, meditada y, finalmente, realizada.
—Desde su experiencia, ¿cómo son los pitiusos en la cama?
—Sí. Lo normal diría yo [ríe].