Cristina Ereñú (Buenos Aires, 1958) llegó a Ibiza con apenas 20 años a finales de los años 70. Descendiente de la aristocracia española, Ereñú se ha forjado una carrera como pintora que la ha llevado a exponer en distintos lugares de España y de Europa.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Buenos Aires. Mi padre, Raúl, era rosarino y vivíamos allí. Yo fui la penúltima de cinco hermanos. Éramos una familia muy bien acomodada de clase alta. Vivíamos en una casa sensacional en la avenida Libertador con todo un equipo de personal de servicio. Tuve la suerte de crecer en un entorno social muy alto que me dio una buena educación, una disciplina muy prusiana que me ha ayudado a lo largo de mi vida.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, Raúl, era el presidente de la compañía de seguros Standart Life canadiense. Mi madre, Blanca, pertenecía a la aristocracia. Su padre era un noble mallorquín, Ramon Orlandis, y su madre era Maria Antonia Habsburgo-Lorena Borbón (alteza real e emperial archiduquesa de Austria, princesa de Bohemia, Hungría y Zagreb). Mi bisabuela era la infanta doña Blanca de Borbón, hija de Carlos VII.
—¿Vivió mucho tiempo en Argentina?
—No, solo hasta que tuve siete años. Cuando mi padre enfermó nos mudamos a Mallorca, donde mi madre tenía a dos de sus hermanas. Con solo 52 años a mi padre le diagnosticaron lo que entonces llamaban ‘demencia senil' y ahora conocemos por alzheimer. Murió el 6 de enero de 1969 y lo enterramos el mismo día que yo cumplía 11 años. Tras la muerte de mi padre fue un año muy duro y 11 meses después, cuando empezaban las siguientes Navidades, mi madre, con solo 41 años, sufrió un infarto cuando estaba conmigo.
—¿Qué hizo al quedarse huérfana?
—Entonces nos disgregamos todos los hermanos. Recuerdo que hicieron un consejo de familia en el que decidieron quién iba a ser el tutor, quién iba a llevar las finanzas y quién iba a ser el albacea testamentario. Ellos decidían por nosotros. Los mayores se fueron rápidamente: Antonia se había casado y Joaquín se supo buscar la vida. A mi hermano Carlos lo emanciparon con solo 16 años y al pequeño, Eugenio, lo mandaron a un colegio en Navarra. Yo me quedé en Palma con las hermanas de mi madre. Allí tuve la suerte de poder estudiar en el colegio CIDE. Un colegio privado ultramoderno para la época y, por qué no decirlo, muy elitista. Recuerdo que el director, Guillermo Estarellas, todo un visionario, cada mañana radiaba por los altavoces del colegio las noticias del día y llamaba a su despacho a los alumnos que consideraba.
—¿Cursó todos sus estudios en ese colegio?
—No. Cuando llegué a COU, el grupito de amigas tontas que éramos, decidimos hacerlo en el instituto y cateamos todas. Entonces dije en casa que solo repetiría el COU si me mandaban a Madrid. Al día siguiente me encontré con el billete de avión junto al teléfono. Allí hice la selectividad para entrar a la Complutense. Yo quería estudiar Periodismo pero se me pasó la inscripción, así que volví a Palma. Ese año me salió un trabajo en un laboratorio de análisis clínicos, que estaba en uno de los edificios que vendimos, donde estuve unos meses. Después me puse a estudiar Derecho a distancia en la Autónoma.
—¿Terminó los estudios?
—No. En casa había mucha presión. En una ocasión vine un fin de semana a Ibiza a visitar a mis hermanos, que vivían aquí. Tenía que volver un domingo, pero volví un miércoles y, a mi llegada, se desataron las iras del infierno. Mi tía me dio una semana para decidir lo que iba a hacer. Me invitó a un buen restaurante para que le contara mi decisión y le dije que me iba a vivir a Ibiza.
—¿Vino a vivir a Ibiza?
—Así es. Vivía en el Montesol, la habitación en esa época costaba 225 pesetas la noche. Con casi 20 años todavía no era mayor de edad (en esa época era a los 21) y todavía me administraban el dinero. Me mandaban 7.000 pesetas cada mes y apenas me llegaba. Gracias a Mercedes, una gran amiga que hice enseguida, encontré trabajo en un restaurante del puerto, La Trattoria dil Porto, donde ganaba hasta 45.000 pesetas por trabajar por la noche como cajera y encargada. Yo me sentía Rockefeller con ese dinero. Era la reina del mambo.
—¿Se quedó en Ibiza definitivamente?
—Sí. En ese restaurante estuve dos o tres temporadas, pero después estuve en otros establecimientos de hostelería: el Sausalito, el restaurante de Pacha, s'Oficina o Las 2 lunas. En esa época conocí a Eduardo, con quien tuve a mi hijo, que se llama como él y tiene a mi nieta, Olivia. Con los años ‘parimos' un restaurante en Vila, el Abadía, en 2007. La verdad es que, si hubiera pedido asesoramiento, me hubieran hecho el favor de decirme que no lo abriera. Mi intención era encargarme de la gestión pero al final acabé estando allí todo el día. Lo tuvimos durante cinco años, y es que yo no tengo alma de comerciante, yo tengo alma de artista.
—¿Alma de artista?
—Sí. La verdad es que no la descubrí hasta 1992 en un curso de meditación. Fue un milagro total que me abrió un canal creativo que no sabía que tenía más allá de la escritura. Y es que siempre escribí, de hecho me llegaron a seleccionar para el premio Loewe. La cuestión es que, sin haber cogido un pincel en mi vida, me puse a pintar y un año más tarde, Carles Fabregat y Rosa Hispán me propusieron inaugurar la primera exposición en la galería Aladros. Fue apoteósico, vinieron las autoridades y más de 400 personas. No dejaron entrar a más por miedo a que colapsara el edificio. Desde entonces no he dejado de pintar y he participado en multitud de exposiciones colectivas, pero también en muchas individuales tanto en Ibiza como en Madrid o Lleida, así como en ferias en París o en Budapest.
—Desde que llegó a Ibiza en 1978, ¿cómo considera que ha evolucionado la isla?
—En Ibiza, más que una evolución, lo que he visto es una involución a todos los niveles. La Ibiza que conocí era un lugar precioso que te hacía sentir bien, donde todos nos conocíamos fuéramos de donde fuéramos. Ahora ha cambiado todo, apenas hay cines en los que puedas ver un buen estreno. Pasa lo mismo con las galerías de arte, apenas quedan un par en el campo. Ibiza ya no me aporta. Necesito salir para oxigenarme, ver arte, espectáculos… ¡Si es que hasta las serpientes han llegado hasta el paseo marítimo!